sábado, octubre 17, 2015

Ni en mis sueños



Sobraron las palabras. Desde lejos sus miradas dialogaron de la forma más fluida que jamás pudo imaginar. Esa que tan bien contaban las películas y que nunca se imaginó llegar a protagonizar. Siempre creyó que la expresión ‘siento mariposas en el estómago’ era lo más cursi del mundo, y se reía para adentro cuando se la escuchaba a sus amigas. Porque sí, tendrían mucho en común, pero su concepción del amor era diametralmente opuesta. Ellas se empeñaban en defender ese romanticismo de nubes de algodón, mientras Lena se distanciaba de los sentimientos edulcorados. Se reivindicaba como racional. Con todas las letras. Aunque aquella noche estaban tan en el suelo como la ropa interior sin costuras que estrenaba, para no marcar gomas antimorbo. En ese momento, por mucho que le costara identificarlo, y más reconocerlo, tenía mariposas máximas revoloteando esas entrañas de acero. En su discurso de soltera con causas, siempre defendió que no existen prototipos, que sus sentimientos poco tenían que ver con esquemas prefijados, que lo suyo era una conexión por encima de físicos… Hasta que apareció ÉL. Ciertamente su sonrisa eclipsaba por sí misma, pero toda la estructura perfecta que acompañaba, ese pelazo con el que jugaba arrebatador, unos ojos que prometían océanos de pasión… Vamos, que si hubiera tenido que dibujar a su príncipe de colores, el azul volvía a decir era ñoño, sin duda era ÉL. Intentó disimular, jugando con su copa, perdiéndose entre los surrealismos ajenos, pero volvía a reencontrarse con el mejor ejemplar que fusionaba la química y la física que jamás hubiera soñado.

Mientras las chicas se agitaban espasmódicas al ritmo de la juerga desenfrenada, ella apenas articulaba movimiento, como incapaz de accionarse. Se imaginaba a su lado de un salto, ajena a la realidad discotequera. Jamás pensó que aquel lugar fuera a esconder un tesoro en forma de latidos descontrolados. Su actitud pacata debió llamar su atención, porque no tardó en acercarse y con la mayor naturalidad susurrarle algo al oído. Una mezcla de nervios y reggaetón psicotrópico impidió a Lena descifrar su mensaje. ÉL se dio cuenta de su asombro sorderíl e hizo lo que un galán de telenovela. Agarró su muñeca y, sin carruaje pero con los modos principescos, la condujo a la calle. Ese trayecto le pareció tan eterno como mágico. El roce de su piel anticipaba unos fuegos artificiales premium, nada de burdas repeticiones o petardazos de mucha mecha y poca chicha. Fuera, Lena siguió en su estado catatónico, mientras ÉL se presentaba encantador, le interrogaba por su curiosidad buscándole toda la noche, interesado en saber si tenía o no competencia… Su mudismo fue la respuesta más precisa, que encontró premio, en forma de un beso largo y vivido. “Si besan bien, follan mejor”, decía su amiga Yess. ¿Por qué no comprobarlo? ÉL tenía el guión perfecto, sabía qué teclas tocar para mariposear a la mujer de hielo. Pocas palabras más y un ático de soltero de oro fue la siguiente parada. El contexto perfecto para perderse a dos entre espasmos inolvidables. Eléctricos. Frenéticos. La suma del uno más uno fue su mejor matemática en aquella noche, que comenzaba con una Lena escéptica y acababa como una Lena deseada y desfogada, orgasmos mediante.

-         — Tía, Lena, te has quedado frita. Pero has debido tener un sueño húmedo, porque tenías un careto de feliciana.
-         — ¿Qué dices? ¡Qué vergüenza! Pero tengo un pálpito, hoy tenemos que salir…

Ilustración | Pablo Sikosia

domingo, octubre 04, 2015

El Banquín



Si el lugar de todos pasa por la ansiada felicidad, el suyo se reduce a un banco. Sin banqueros, sólo con listones de madera. Tan astillados por el paso del tiempo como ellos. En un barrio cualquiera, frente a unos vecinos cualesquiera, su rutina pasa por habitar ese microcosmos de confidencias en voz baja, entre cameos de extraños y chascarrillos del entonces compartido. El mismo que les pasó por encima, por tomar malas decisiones y meterse en un círculo peligroso. Aquello no eran malas compañías, eran decisiones inocentes sin cálculo de daños finales. Los que escribieron muchos que hoy contemplan el banco desde su infierno no terrenal. Los yonquis de la realidad ningunean a estos otros, convertidos en zombies por la gracia de sus excesos. Familias rotas, silencios incómodos, miedos sin resolver… Sus historias no se cuentan, porque pasaron las páginas demasiado rápido y nos cuesta acercarnos sin prejuicios a su universo. Miramos con desdén su cotidianeidad, esa en la que el tiempo no importa. Sin sobresaltos ni opas hostiles. Siempre ahí, impertérritos, cual funcionarios de sus pésimas elecciones.

En su cárcel de extrarradio las marujas cuelgan las coladas, comparten el último cotilleo y la oferta del súper, otras compran el pan embatadas y con zapatillas de andar por casa. Los Manolos de turno se toman sus blanquines, entre bravuconadas varias. Estudiantes hiperbólicos aporrean sus teléfonos y dan patadas al diccionario. Autobuses siguen su ruta a destiempo, con el hastío de pasajeros. Algún perro se acerca, sí, recibiendo el grito ipso facto de sus dueños, con alergia a su verdad. Nadie se preocupa por lo que ellos sienten. Ni los comerciales de verborrea infinita gastan un ápice de energía en venderles el último pseudo-chollo. ¿Cuántos son? ¿Cómo viven? ¿Llegarán a casa y contarán su día en ‘el banquín’? O será al revés, justo en él se desahogan y son ellos mismos. No les importa sus ropas, nada saben de las deportivas último modelo, del coche que causa furor en el mercado, ni tampoco de móviles del más es más. Encuentran en plena calle, ajenos a todo, su mejor versión. Porque es precisamente allí, donde todas esas personas perdidas se encuentran. Un saludo cabeceado basta, una mirada compartida, melancólica y de dolor une más que un grupo de WhatsApp. Construyendo una amistad a sorbos, chutes o caladas, pero haciendo que su historia, tan denostada por el mundo real, sea menos triste en su contexto irreal. Y, quién sabe, quizás, ellos sí sean felices.