domingo, mayo 01, 2016

Ocho letras, una madre



Se me antoja imposible ser tú. Dicen que tengo muchos rasgos de tu carácter, que reproduzco algunas de tus manías o esos pequeños gestos que me delatan tuyo. Es normal que te sienta perfecta, que te haya idealizado y, conforme pasan los años, dé más valor a cada una de tus grandezas. Pero creo que si te viera desde fuera, en una burbuja de observador imparcial, compartiría el dictamen. Tu máximo común denominador es ser una buena persona, generosa, cercana, desprendida, sin dobleces. Tu entrega a tu nido es admirable, siempre te las ingenias para relegarte y poner al resto en la cima de tus preocupaciones. Te llevarán los demonios de dolor o tendrás un mal día, pero te refugias en los silencios para no perder nunca tu sinfonía del dar. Muchas veces pienso en el miedo que tuvo que suponer el saber que llegaba para quedarme y habitar por siempre tu corazón. Compartido en régimen de felicidad y lo sabes. Superaste esa sensación de vértigo y situaciones de película para no dormir, siempre volcada en conjugar el querer. Pesara a quien pesara. Con los años no te lo puse fácil e imagino el vuelco en las tripas al recibir una de las peores llamadas de tu vida. ¿Por qué? Quizá el destino quiso mandarnos un mensaje que aún estamos intentando descifrar. Entonces volviste a demostrar ese coraje, una fuerza más allá de lo terrenal. En el peor contexto, cuando mi reloj humano se paró en seco, sacaste el poderío y esa mirada que brotaba todo el amor. Gracias. Fue y será siempre mi mejor medicina. Bendita dosis tú.

Sabes que odio las analíticas, los pasillos de hospital y ese olor que traspasa los poros de la piel con desazón, pero a tu lado la pesadilla se hacía menos. Cómo voy a pensar en que algún día pudiera despertar y que no estuvieras ahí para ser cómplice. Mi cómplice. Me niego a perderte, por mucho que me pidas el luchar como legado. No quiero, no tengo tu valentía. Estremezco solo con imaginar ese escenario de ausencia. Sin tus consejos, sin esa capacidad de levantarme sin grandilocuencias, me sentiría perdido. Cuando te he tenido lejos ya he sentido esa fragilidad. Habrá quien piense que soy víctima de inmadurez, incorregiblemente al calor de tu ala. Puede ser, pero nunca por ti, porque siempre me has dado luz verde al crecer, vivir y equivocarme. Incluso en las decisiones más controvertidas has respaldado mis ejercicios del yo. Ese libre albedrío que se apodera de mí cada cierto tiempo entiendo que no es del todo justo. Aunque en cada ocasión has demostrado estar, acompañar y alentar, incluso, por mucho que todas las incógnitas habitaran tu estómago. Eso sí, siempre en la duermevela y la precaución de instinto profundo. Como cada vez que el mínimo dolor me agitaba y corría en la noche, en la oscuridad, a llamarte al auxilio. Y respondías preocupada y dejabas los sueños por soñar despierta, ejerciendo tu mejor versión. Admiración es poco, gratitud igual.

Te lo debo todo y cualquier momento o folio en blanco es bueno para recordarlo y devolverte en palabras mínimamente tu entrega. Dudo que la vida me ponga por delante la oportunidad de reproducir tu ejemplo y escenificar la mejor herencia personal que pueda imaginar. Si fuera así, qué responsabilidad, un reto cortado a tu medida. Supongo que brotarían mecanismos espontáneos y construidos por ti desde lo cotidiano. Desde la cuna a mis adulteces del todo inestables. En el fondo y con tu coreografía de emociones, la esencia no me ha abandonado, porque tú no te has dado el mínimo respiro. Ojalá, querida, pueda estar a tu altura y cuidarte, entenderte y sostenerte cada día con su noche. Te quiero, mamá, y serán las ocho letras que jamás me cansaré en dedicarte, gritando o desde el silencio. Con nuestro lenguaje intransferible. Feliz día. Feliz vida.