La teoría de la evolución resulta de aplicación desigual entre la masa humana. El tiempo deja a su paso tanto sabios como lelos sin remedio. Nos perdemos en argumentos absurdos, nos aislamos por orgullo, callamos por soberbia y finalmente nos amargamos. Es un bucle infinito y superable, pero depende de la capacidad empática de todos nosotros. Habitualmente somos incapaces de entender el momento ajeno, de ponernos en situación y trascender todo eso. Llenamos nuestras mochilas de contradicciones y tonterías supinas, en lugar de pequeños grandes momentos. Esos que nos alegran el existir, a los que podemos poner nombre y apellido, kilometraje o compañía. Pero nos cuesta el clasificarlos y etiquetarlos para consumo feliz. Es más fácil caer en la frustración, en el victimismo y en el vacío autoimpuesto. Me niego a caer en eso impulsado por entes ajenos, incapaces de hacer del hoy su mejor inversión. El ayer pudo estar bien, el mañana promete, pero si descuidamos nuestro presente y no somos capaces de darle un contenido feliz nuestro devenir resulta una tortura. Los días limpian nuestro álbum de cromos, quedando la verdadera esencia de quienes son y están sin esperar nada. Ellos nos impulsan y hacen mejores. Los que se pierden acaban enjutos y desdibujados, regurjitados en su propia amargura. De eso no, gracias. Abramos ventanas, respiremos profundamente y miremos con limpieza este mundo de polisemia.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario