Lo hice. No aguantaba más. ¿Quién
quiere hacer daño deliberadamente? Cada beso, cada caricia me resultaban un
esfuerzo. Me ¿enamoré? de ella. Ahora sé que no. Estos años han sido una farsa.
Era la chica ideal, la madre perfecta para mis hijos, la mujer diez. Pero ninguno
de esos clichés bastaba. Nada podía ocultar mi verdad. Mi corazón rechazaba
esta idea de dos. Y lo que sentía por ella no era querer, era una comodidad
emocional mal entendida. Cuando caminaba por la calle y veía a esas parejas
pletóricas, vivas y entregadas sentía lo irreal de mi historia. Mi infelicidad plena, con una co-protagonista digna de Hollywood. Con su sonrisa y su
mirada siempre cómplice. Supongo que con otra me hubiera resultado más fácil.
Ella ponía toda la carne en el asador y yo asumía mi horrible dieta de querer.
El mismo en que ella no entraba. En el trabajo me preguntaban por lo nuestro y
me limitaba a responder con evasivas. No quería dar hondura a lo que sabía era
una tapadera. Pero, ¿hasta dónde podría llegar? Dónde quedaban mis sentimientos
de verdad... ¿Y mis padres? Sus fotos en el mueble del salón, la taza con su
nombre y el calcetín por Navidad demostraban del todo su implicación con
Natalia. Había guionizado en mi cabeza el momento. Con el argumento de
necesitar un tiempo lograría distancia y, poco a poco, zanjar lo nuestro
definitivamente. Me sentiría culpable pero era un buen momento, se cumplía un
año de su plaza como agente de policía y había conseguido una plaza cerca de
casa. Su seguridad poco tenía que ver con la mía, víctima de mi absurda
irrealidad. Intenté mantener las formas y no caer en tentaciones, hasta que
llegó él... Y con él, el día del finiquito a mi noviazgo de catálogo.
Como cada
domingo comimos en casa de mis padres, enfrentándonos a la típica pregunta de
¿para cuándo la boda? Me atraganté, lo reconozco. Ella me miró extrañada, pero
mi madre recondujo el momento con la crónica más exhaustiva del bodorrio de la
vecina del tercero. Tras la comida nos fuimos a mi piso, como de costumbre, a
pasar una tarde ¿tranquilos? Estábamos viendo un telefilm soporífero cuando empezó
a sonar el teléfono. Era él. Colgué. Me armé de valor. Silencié el televisor. Y
empecé 'a romper', entre titubeos. Mi discurso no pareció convencer a Natalia
que se desquició como nunca había visto. Sus ojos cándidos estaban fuera de
órbita. Quise calmarla y propuse hablarlo en unos días, más tranquilos. Fui a
la cocina a por un vaso de agua y cuando volví al salón estaba apuntándome con
una pistola. Su pistola. Como en las películas y las series americanas que tanto nos
gustaban. Me reí, no entendía nada. Pero el odio se había apoderado de ella. "O
estás conmigo o no estás", repetía. ¿Su amor se había convertido en locura? Traté
de disuadirla, pero sus gritos silenciaban mis argumentos. Me abalancé sobre
ella y cayó al suelo. La pistola se desplazó y logré hacerme con ella. "No
me das otra opción". Ella o yo. Y opté por su final y escribir el mío entre puntos
suspensivos. No puedo decir más. Es lo que pasó. Me entró mucho miedo, pero más
el pensar que para siempre tendría que vivir una doble vida. O peor, no vivirla
por su desquicie. Nunca pensé que fuera necesario acabar así. Ahora todos me
odian y tienen un motivo. Qué triste que mi vida se haya convertido en el
argumento de película de sobremesa. Basada en un amor irreal.
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