Nos lamentamos de los momentos perdidos. Esos que renunciamos vivir por miedo, dudas o simplemente pereza. Y todo hasta que llega el instante del no saber, del sentirte en total suspensión vital. Preso de decisiones ajenas, que en nada tienen que ver con tus propias ideas, ganas o talento. Queramos o no, los pasos a solas tienen un escaso recorrido. Por eso nos sabemos víctimas de a quienes llamaremos ingratos o limitados, los mismos que acaban con nuestras ilusiones o nos obligan a sufrir sin pestañear. Puede que mi presente me haga maldecir esta realidad, pero antes o después todos nos sentimos así. Tan así que hay que plantearse el ahora por encima de todas las cosas. De poco sirve construir castillos de sueños de arena, llenarse de bocanadas de aspiraciones o montañas de folios por escribir. Hay que hacerse fuerte y ejercer de vividor sin complejos. Sólo de ese modo, sin esperar más allá del tintineo del reloj, cumpliremos el propósito de anticiparnos a la maldad de serie.
Ni qué decir tiene que, pese a todo, no hay que perder el sentido propio, la personalidad que nos hace únicos a quienes nos preciamos de serlo. No olvidemos que quedan ejércitos de ovejas cortadas a patrón por el redil de los mediocres. Cada quien sabrá cómo quiere sobrevivir en la jungla de las mentiras, de las miradas de guerra, del betún por desteñir... Hay que saber filtrar y despejar tales enemigos íntimos, encantados de ver menguar al resto. Sólo queda protegerse y sacar la cara ante la oscuridad y los oscuros.
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