Como ocurre con la lista de la compra, que tras su confección meditada a conciencia, siempre se olvidan necesidades básicas... lo mismo sucede con los propósitos. Basta que uno haga balanceo vital y quiera derribar muros, arrojar lastres, impedir injusticias, acabar con cánceres cotidianos que, al final, tanta expectativa de cambio hace agua de borrajas. La mochila de los errores crece en un antojo infinito y el dolor de espalda o la herida acuchillada no cesan. ¿Por qué? Por suma tontería. La aceptación del dolor/daño/humillación/desprecio/pasotismo y más etcétera no debe hacerse ley. Así uno crea una imagen de saco de golpes, ideal para los contrarios deshumanizados, egoístas e insensibles. Ejemplares que siguen campando a sus anchas mientras tú relames cada herida y te prometes que será la última.
Puede que el defecto, mayúsculo, irreverente y pesado sea la bondad. Como término tiene mucho de espiritual pero resulta, en ocasiones, más terrenal de lo que muchos nos han querido enseñar. Sólo así, aposentado en ese buen corazón entiendo muchos episodios de tolerancia. Si hiciera de mi sinceridad un sayo descarnado hubiera roto con tanto y tantos. Pero mi esencia no me lo permite, porque mi Síndrome de Estocolmo me une a esos otros, menos razonables y reflexivos. Pendientes de su universo sin importar tus vacíos.
El cansancio ocupa lugar. Y las historias siempre se pueden reescribir.
Puede que el defecto, mayúsculo, irreverente y pesado sea la bondad. Como término tiene mucho de espiritual pero resulta, en ocasiones, más terrenal de lo que muchos nos han querido enseñar. Sólo así, aposentado en ese buen corazón entiendo muchos episodios de tolerancia. Si hiciera de mi sinceridad un sayo descarnado hubiera roto con tanto y tantos. Pero mi esencia no me lo permite, porque mi Síndrome de Estocolmo me une a esos otros, menos razonables y reflexivos. Pendientes de su universo sin importar tus vacíos.
El cansancio ocupa lugar. Y las historias siempre se pueden reescribir.
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