No es una. Son muchas. A cada
cual más definitiva. Esperamos con ansiedad, o todo lo contrario, que el teléfono
suene, vibre o nos anuncie ceremonialmente ese momento, esas palabras, ese
deseo, ese hecho, ese drama, ese te quiero... Si a todos nos preguntan
podríamos quedarnos con una para el recuerdo. Por suponer ese antes y después
necesario. Por romper en dos nuestra realidad. Por callar nuestro mundo
interior. La tecnología nos ha convertido en esclavos de su poder infinito. La
mala cobertura, en víctimas peripatéticas. Lo que me inquieta es pensar la
importancia que le damos a un telefonazo, cuando otro puede hundirnos sin
remedio. Estos días, envuelto en mi suma surreal de contextos, angustiado por
tonterías de lo cotidiano, recibí una llamada. No era la esperada. Ni de quien
me hubiera gustado y levantado el suelo a mis pies. No. Era de alguien querido
que me anunciaba una muerte. Un adiós sin preguntas. No se trataba de un
familiar directo, pero sí de uno de esos secundarios que están en nuestra vida
por algo. Con pocas líneas de diálogo, pero con tantas miradas de complicidad.
Justo entonces, al conocer la noticia de su marcha, entendí que soy un ser
absurdo. Que pierdo tantas energías, que me consumo por mis circunstancias y
personajos protagónicos, que no puedo permitirme restarme. No cuando lo importante
es hacer de la vida un ejercicio sano, transparente y enriquecedor. Lo demás
son capas grises y ridículas que nos anexionamos para mal. Así que he pensado
que podrá sonar el teléfono. Podrán apilarse mensajes instantáneos. Podrán hacer
del chat una barra libre. Podrá acabarse la batería. Pero mi auténtica llamada
ya ha tenido respuesta.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario