Hoy todos estamos agradecidos y emocionados. Nos resistíamos
a despedirnos de ella, pero ha llegado el momento de bajar el telón y dar el
último gran aplauso a Lina Morgan. Una estrella como pocas, que hizo del humor
su modo de vida. Tanto que quizá se olvidó de sí misma y relegó su vida
personal en pro de los escenarios. Hoy me vienen a la memoria tantas noches en
familia, especialmente con mi abuelo, disfrutando de sus éxitos en televisión.
Aquellas revistas míticas, sus gags surrealistas y, cómo no, las películas que
tienen un hueco reservado en nuestras retinas. Como loco bajito e insensato
jugaba desde bien peque a recrear esos mundos que ella protagonizaba. ¡Qué
atrevimiento por mi parte! Me atrapaba su capacidad para conquistar la
pantalla, sin ningún artificio, sólo con su arte innato. Era, sin casi,
patrimonio nacional, aunque a diferencia de otras compañeras fuera discreta al
máximo. Mientras unos especulaban, ella se esforzaba por seguir dando rienda
suelta a su pasión: el espectáculo. Siempre con su mirada tan vivaracha como
triste, vacía por momentos.
Vivió y actuó con frenesí, sin perder nunca su personalidad. Ya podía doblar torpemente sus piernas, torcer el morro cual gansa o defenderse como la sempiterna solterona. Fuera como fuera, cautivaba. En otro país le hubieran rendido un homenaje en vida como merecía, con estrellas, boas y lentejuelas, pero aquí pecamos de injustos. Hoy muchos se limitan a morbosear con su final y juzgar su decisión de morir prácticamente sola. Dicen, quienes la conocían, que no quiso que la recordaran enferma, mermada, incapaz. Por eso se retiró e hizo del silencio su último gran papel. Y hasta en eso fue única. Allá donde esté seguirá arrancando sonrisas y bajando las escaleras con un porte inimitable. Porque no necesitó ser una mujer florero, ella era todo el ramillete de talento, del que hoy carecemos. Muchas actrices de ego supino tendrían que aprender del ejemplo profesional que representaba Lina. Sin ella el teatro y la comedia españoles se quedan muy huérfanos. No te robaremos nunca el estribillo que hizo Historia, solamente te podemos decir, gracias a ti por tanto sonreír.
Vivió y actuó con frenesí, sin perder nunca su personalidad. Ya podía doblar torpemente sus piernas, torcer el morro cual gansa o defenderse como la sempiterna solterona. Fuera como fuera, cautivaba. En otro país le hubieran rendido un homenaje en vida como merecía, con estrellas, boas y lentejuelas, pero aquí pecamos de injustos. Hoy muchos se limitan a morbosear con su final y juzgar su decisión de morir prácticamente sola. Dicen, quienes la conocían, que no quiso que la recordaran enferma, mermada, incapaz. Por eso se retiró e hizo del silencio su último gran papel. Y hasta en eso fue única. Allá donde esté seguirá arrancando sonrisas y bajando las escaleras con un porte inimitable. Porque no necesitó ser una mujer florero, ella era todo el ramillete de talento, del que hoy carecemos. Muchas actrices de ego supino tendrían que aprender del ejemplo profesional que representaba Lina. Sin ella el teatro y la comedia españoles se quedan muy huérfanos. No te robaremos nunca el estribillo que hizo Historia, solamente te podemos decir, gracias a ti por tanto sonreír.
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