El viaje temporal padece revoluciones de más. Y es algo que me preocupa. Los días no pasan, corren. Todo en una ceremonia de la confusión que hace que las estaciones sean sub-ídem y que los calendarios sólo adornen las mesas llenas de papeles. Mientras los humanoides o versiones pretendidas de, asistimos impávidos al velocímetro temporal. Parece que fue ayer cuando la tercera edad lucía sus arrugas al sol y la juvenalia se embotellonaba entre la arena. Y de pronto vemos que las horrendas luces de pseudoNavidad quieren conquistar nuestras grises calles. Un manifiesto quiero. ¡Quién maneja mi reloj! Espero que no sea Remedios Amaya si es que no tuvo suficiente con su barca...
En tantas conversaciones, charlas o entrevistas de cúmulo diario, últimamente es la ligereza espacio-temporal un tema recurrente. Parece tan cierto como típico tópico que a más años más sensación de marchas forzadas. Y claro, con el tiempo uno se da cuenta de la validez de éste, de cómo huye sin destino fijo. En medio de una histeria colectiva, los momentos se pierden sin remedio y las consecuencias pueden ser demasiado dolorosas. Porque cada contexto tiene un valor único y su pérdida roza la tragedia a posteriori. Y eso sí que nos cuesta asumirlo.
Así que toca intentar apropiarse del carpe diem, del exprimidor de la realidad que nos toca. Con más o menos tino, en menor o mayor compañía, con una sonrisa sincera o forzada, con o sin tacón, con o sin crisis... pero vivir. Un remedio frente a la apatía y un muro de contención casual frente al sprint del señor T. De los Tiempo de toda la vida.
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