Vivimos en continua agitación. Queriendo o sin ello, los tiempos, las gentes, las ansias, todo nos implica el estrés de sesión infinita. Algo que nos hace llevarnos más de un sobresalto. Lo que más me inquieta es que el estado de las cosas nos implica nuestro miramiento ombliguero sin remedio, olvidando a los demás, sus necesidades, preocupaciones, cuidando los espacios en conjunto, mimando las palabras, sabiendo estar... Es una lástima que por empeñarnos en el yo mermamos la cercanía y el gusto por darnos al resto. Siempre intento estar al ciento por cien con mis gentes, lo cual es difícil. Ya no por numerosos, que también, sino porque abarcar las realidades ajenas se antoja complicado más cuando no siempre se comparten. Y las artes de adivinación sabemos que quedaron relegadas a unos cuantos elegidos del 805. Pero sí me gusta indagar, saber cómo se encuentran mis queridos, qué piensan, qué sueñan, qué aman... Comprendiéndoles a ellos quizá lo haga a mí mismo.
Juro que lo intento y todo sea por aprender. Otra cosa es que la labor de acompañamiento sea efectiva. Porque hay que ver lo mucho que nos empecinamos en historias imposibles, en personas abominables y en círculos concéntricos del mal, cuando la luz la tenemos en una mano tendida, en un gesto de cariño o en esa mirada cómplice que pide a gritos un abrazo y puede que amarrar unos lazos hasta ahora sueltos por quién sabe qué. Es complicado poner todo por palabras, desnudarse emocionalmente y desplegar las cartas. La indefensión, la negación y el miedo vencen y limitan los sentimientos. Es triste, pero es así. Si lo dijéramos y supiéramos todo el shock se apoderaría de nosotros. Y puede que internarse fuera una solución. A estas alturas no sé si lo deseo. Sé que quiero un cambio, que masco mi infelicidad, pero tampoco alcanzo a cifrar el precio de mi bienestar. Sea como sea, junto a quien sea. Hay balances y análisis que queramos o no son incomprensibles.
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