Tuve que pedir cita con semanas de anticipo. Esto de la huelga ha desatado las alarmas de la duda o la indiferencia. Otra vez más el equilibrio se antoja imposible. Me atendió una secretaria competente, conocedora de los cauces comunicativos y eficaz como pocas. Con una sonrisa que traspasaba el hilo telefónico me convenció para esperar. ¿Merecería la pena? La mismísima Sindy Cato escucharía mi relato y podría arrojar luz sobre mis ruinas. La largura de mis uñas fue inversamente proporcional a las horas de ansiedad. Hasta que llegó el día, seleccioné uno de mis trajes de corte clásico, camisa blanca, corbata negra y actitud doliente. Superado el protocolo me hallé ante el habitáculo más vanguardista que mis retinas pudieran recordar. Poco propio de una diosa de la ayuda sin fronteras. Me senté frente a ella y comprobé que las expectativas siempre son producto de la ficción encantada de la hipérbole. Era una mujer menuda, segura pero con un hilo de amargura en su mirada. Ni una foto en el despacho, ni un vínculo emocional. ¿Era el precio a una lucha sin cuartel?
Me propuse ser conciso y relatar mi situación laboriosa sin rodeos. Las cosas estaban tan mascadas y mareadas que era fácil caer en lugares comunes y patetismos que Sindy no estaba dispuesta a escuchar. Tenía antecedentes, porque sentí que ella volvía cuando yo iba a un rincón de mi malograda posición. Escuchó, refutó, bufó, suspiró... Su rostro era el poema de una mujer comprometida. De pronto una lágrima densa se posó en una de sus mejillas. ¿Qué había pasado? ¿Había hecho algo mal? ¿Por qué? Negó. Y asistida por unas fuerzas de titana solchó el speech de su vida...
"Sabes qué pasa... No aprendo. Y perdona este momento, que estamos aquí para ti. Pero pienso que todo esto no tiene sentido. Perdemos fuerzas en historias que no dependen de nosotros y perdemos el valor de lo importante. En mayúsculas. Ahí sí que nos quedamos en servicios mínimos y cometemos el error de restar, de olvidar, de postponer... Y así acabamos vacíos, desorientados y frustrados por no alcanzar jamás una felicidad que nos niegan y, en realidad, nos negamos...".Comprendí que de nada sirve llegar lejos ni tener un nombre si todo eso implica un desorden vital, una ruina emocional deconstruida por ambiciones, anhelos y sueños. Tendremos que ser más terrenales. Y acabar todos como yo aquél día, llorando sin consuelo en aquella habitación minimalista, consciente de que los piquetes no amenazan en el polígono sino en mi corazón. Y son violentos...
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