Puede que sea un beso aislado. Una
mirada. Una suma genial de palabras. Una foto que justifica el pasado. Un sabor
intenso. Un estribillo que eriza todo lo bello. Esa postal que te espera. Un
osito de gominola. Algo. Pequeño. Insignificante quizás. Pero grande y
esencial. Así construimos nuestros días con la matemática perfecta que nos
empuja hacia nuestro destino. Pero todo sumando nos resulta insuficiente. Estamos
instalados en el más es más y desprestigiamos el valor de tantas pequeñas cosas
que nos magnifican. Nos angustia la persecución de grandes retos, logros o
sueños imposibles. Caemos en el desánimo y nos engañamos pensando a escala
mastodóntica. Olvidando la esencia, negando la magia de lo común, lo silenciado
o ninguneado. Somos unos insatisfechos. Perdemos tiempo y energía en conjugar
la envidia hacia los otros. Ponemos entre paréntesis nuestra realidad para
escudriñar la ajena. Nos prometemos contextos felices pero descuidamos nuestro
hoy por escaso, vacío. Ingenuos en la arquitectura de nuestro bienestar, porque
no hay mañana sin días anteriores. No hay lleno total sin recipiente con
espacio libre. Pero quién dijo libres. No lo somos. Y tememos ese momento de
romper con esta sociedad de clasismos, de verdades sin medias, de enchufes no
corrientes, de ojos inyectados en rencor, de complejos travestidos. Son esas
pequeñas cosas las que nos impulsan, nos hacen mejores cada día y dan sentido a
nuestra biografía. Identificarlas y coleccionarlas es un ejercicio estimulante.
¡A por ellas!
¡A por ellas!
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