Este fin de semana he vivido un experimento sociológico a lo Gran Hermano. Una casa, doce habitantes. Mercedes Milá no pudo asistir por problemas de agenda, pero hubiera tenido sitio. Su escote, también. El resultado, una mezcla perfecta de conocidos y desconocidos que siempre implica sorpresas. Desde impulsos, personalidades chocantes, discursos surrealistas, bailes frenéticos... En todo encierro, la realidad se magnifica y se producen simbosis de catálogo. Es la magia. Y cómo no, los temas se suceden como una cascada infinita de palabras, opiniones, experiencias, anécdotas. Un no parar expositivo. El tema estrella resultó las diferencias entre el sexo adolescente y el actual (treintañero, en nuestro caso). En cuanto a todo, planificación, espacios, cantidad, efusividad... Los años pasan y algunos recuerdos se quedan, pero no necesariamente para perpetuarse en nuestras relaciones. El problema es cuando las circunstancias obligan y toca volver a reproducir esquemas paleolíticos de nuestros curriculums pasionales. El tiempo juega en contra de la improvisación, del descubrir ansioso, y da paso a la calidad sensorial, el diálogo perfecto. ¿Nos conformamos? ¿Acomodamos nuestros cuerpos y nuestra escenografía sexual? Seguramente sí. Pero es incuestionable que da mucha pereza volver a momentos robados, frenéticos por necesidad, de aquí te pillo, aquí te pongo un piso...
Cierto es que cada pareja es un mundo, más cuando se reformulan. Es ahí cuando abrazamos de nuevo la duda, la incógnita orgásmica, pero sin renunciar a nuestro bagaje. En los inicios todos podíamos escenificar soltura cinematográfica, pero poco más. Había que practicar y dejarse practicar para escribir las cuatro letras en mayúsculas. Y, aunque creo firmemente en la revirginidad (merece un capítulo propio), es cierto que hay cosas (posturas, técnicas, placeres) que nunca se olvidan. Puede que con los años nos olvidemos de nuestras ganas, o dejemos que en muchos momentos se queden dormidas. Dosificamos esos instantes de uno contra uno (más en terrenos de juegos viciosillos), pero apostamos por el saber hacer. Los teenagers son más producto de las hormonas, pura explosividad. No importa dónde sea, pero sí que pase. Ahora llegamos a programar los encuentros por motivos de agenda. Y somos capaces de reírnos de un mal polvo, cuanto entonces disimulábamos el fracaso (sabíamos que podíamos provocar depresiones). Al final, lo curioso de esto es que necesitamos el sexo oral, el que practicamos unos con otros. Nos encanta hablar de ello una y otra vez. Teorizar, compartir detalles escabrosos, recordar episodios de éxito y fracaso. Así somos. ¿Quién ganó? Es otra historia. Todos salimos nominados, pero creemos que no hubo edredoning.
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