Con distancia e incredulidad
asisto a la ceremonia del mal tiempo que asola mi casa, mi tierra, mis
rincones. El fin del mundo pasado por agua. Con esas olas majestuosas que
esconden una ferocidad brutal. Asustan por impredecibles. O todo lo contrario.
No es la primera vez que nos azota con tanta fuerza, pero cada ocasión en que
nos asola sorprende. Me produce auténtico pavor, imaginar un mundo derrotado
por los mares. Con toda la carga que eso conlleva. No entiendo a toda esa gente
que, envalentonada, se presenta frente al temporal y juega al gato y el ratón.
Salen mojados, arrastrados, cuando no peor. Yo no me jugaría el tipo de ese
modo. Es más, agradezco no estar ahí para evitar sufrir esos envites del
viento, esas caladuras indiscriminadas. Es curioso cómo hay fenómenos que
resultan tan poderosos que nos arruinan. Literalmente. La suma de daños de
estas ciclogénesis explosivas crece por momentos. Y lo tremendo es pensar que
la meteorología, la atmósfera, los elementos, llámalo como quieras, es/son
capaz/ces de dominarnos y dar al traste con nuestro día. Se nos escapa la vida
en un instante y no lo procesamos. Eso sí, lo retratamos con profusión. Me
cuentan que hay zonas de Cantabria con atascos monumentales por animados
visionarios. Ni en verano con una tasa infinita de ocupación hotelera. Vienen
las olas, amigos, y salimos. Vaya, si salimos. Los vídeos se convierten en
virales. Temporal, en trending topic. La anécdota se propaga cual humo de móvil
en móvil. Perfecto. Algo así inquieta, a la vez que despierta curiosidad. Pero
con las cosas buenas, ¿por qué no ocurre lo mismo? Mira que nos cuesta
vendernos, apoyar iniciativas, comentar en positivo. Tenemos unos bemoles enormes.
Y unas olas ídem.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario