La realidad vuela. Antes
quedábamos a viva voz de un día para otro, con total complicidad, y ahora somos
esclavos de un aparato que vibra compulsivamente. La evolución nos tiene
sometidos a tantas dependencias absurdas, nos condena al materialismo y caemos
en esa trampa sin rechistar. Entre los últimos fenómenos ¡un paloooo! se ha
colado en nuestras vidas. Unido a otro neologismo masificado, el selfie (la autofoto de toda la vida).
Pues bien, con ferocidad este palo extensible ha pasado a ser el complemento de
moda, el surrealismo más vendido. La gente sale a la calle con sus
frustraciones, sus miserias y su palo de selfies.
En ese orden o viceversa. No es más que la copia indiscriminada de una fenómeno
viralizado entre los famosos. Las redes sociales han democratizado las ínfulas
de celebridad. Cada día vemos cómo muchas personas emulan las maneras de sus
ídolos, haciendo de otro nuevo cuño, el postureo,
una forma de vida. Encanta visibilizar, airear lo cotidiano, posando con
morritos y añadiendo frases de dudosa intensidad. Ahí es donde el palo ha
añadido vistosidad, mejorando el resultado final de la foto frontal de careto
imprevisible. Palo que se cuela en muchas de ellas, aportando al dueño una
dosis de modernidad y poderío. ¿Palocentrismo?
¿Palofilia? Recuerdo que en mi
adolescencia te daban el palo, literal, arrebatando un bien preciado o esa paga
que ansiabas en gastar. Ahora el palo va incorporado, cual extensión insólita
de la necesidad de ser una oveja tendenciosa en el rebaño social. Me preocupa
que vamos perdiendo espíritu crítico, asimilamos sin filtro y deshumanizamos esta
sociedad. Mucha culpa tiene la penosa estructura educativa, los valores que
construyen a nuestros pequeños y los mandamases que aprietan manos, manchadas estas
de ego y codicia. Son ellos quien se parapetan en un plasma o en la censura,
creando una pésima inercia. Así que la conclusión es que menos palos para
fotografiar y más para otorgarnos la oportunidad de tener un contexto mejor.
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