De todos mis recuerdos de
infancia, la mayoría se sitúan en el salón. Frente al televisor. Devorando
concursos, magazines y series. Solo, con mi abuelo o con mis padres. Me
maravillaba la cantidad de cosas que pasaban en esa caja grande que irradiaba
luz. Y sí, soñaba con colarme y ser uno más entre tanta agitación. En aquellos
momentos, en el fulgor del medio, sin tanta presión de audiencias ni anunciantes,
se cometían excesos y todo lo contrario, se apostaba por formatos genuinos,
singulares y con mucha personalidad. Los rostros de la tele eran amables,
inspiradores, cercanos... Para un niño en busca de su propia identidad, con
ganas de descubrir, de crear y sonreír la suma de posibilidades era infinita.
¿Resultado? Todo aquello me despertó la pasión comunicativa y la decisión,
inflexible, de dedicarme al oficio del entretenimiento. Porque eso era, en
realidad, lo que me llenaba. A la mínima ocasión montaba mi show. Concursos de
espectáculos en el colegio, galas improvisadas con mis primos, revistas
surrealistas impresas en casa, programas de radio grabados en cinta de casete...
Lo que fuera, con tal de dar rienda suelta a tantas ideas, referencias,
surrealismos. Así que tuve claro qué quería estudiar y dónde acabar
microfonado. El tiempo, la suerte y el esfuerzo jugaron a mi favor, llegando a
cumplir un sueño muy joven: tener mi propio programa. Dirigirlo y presentarlo. En él, volqué muchos
contenidos y gentes interesantes, como mis grandes programas referentes, los de
Jesús Hermida. El magazine de toda la vida, con todo y más. Y un tono
desenfadado, personal y sincero. Nunca entendí el recurrir a esa distancia
entre el habitante de la televisión y sus receptores. Fui feliz, tuve total
libertad e hice cosas experimentos televisivos a la escala de nuestras
posibilidades. Las circunstancias agotaron demasiado pronto esa etapa, que
admito añoraré siempre. Experiencias posteriores e intentos de abrir puertas me
demostraron que hay que tener mucho cuajo para hacer de la TV tu vida. Consejos
de absurdos con éxito, trepismos supinos, enchufes de instalación dudosa, Explotación
(mayúscula pretendida)... Da lo mismo, porque la inocencia y la ingenuidad que
me empujaron hacia lo mediático ya se esfumaron.
Mi tristeza es que, a día de hoy, se ha
perdido la esencia pura de la televisión. Las cadenas se pelean absurdamente y
se empeñan en copiarse. Los profesionales son siempre los mismos, con escasa
opción para las nuevas y talentosas generaciones. Ahí es donde reconozco que no
encajo, porque mi fe ciega es con un medio insólito, atrevido, capaz de
sorprender. Me ocurre, incluso, con la ficción. Antes era más defensor de las
producciones nacionales, pero cada día estoy más enganchado a las ideas made in
USA ('Jane the Virgin', 'Empire', 'Looking',
'Pretty Little Liars', 'Revenge'...). Y así, por el camino, pierdo mi
fascinación por nuestra industria televisiva. Necesitamos una renovación,
historias de verdad, menos mediocridad y más atreverse a explorar territorios
creativos. En definitiva, con magia. Ahora que nuestras dos grandes cadenas
privadas cumplen 25 años, pienso que sus directivos tienen que replantearse sus
modelos de parilla. Reivindico las galas petardas, bien hechas, porque la de
Antena 3 por su fastuoso aniversario se quedó en nada. Antes se hacían espacios
tan peculiares como incomprensibles, he ahí su valor. Viendo 'Ochéntame otra vez' esta semana, me
resultó genial recuperar en imágenes aquellos especiales de Eurovisión, con un
corrillo de jurado con ilustres. Memorable el que presentó Marta Sánchez,
perdida y con regalo de pirulí TVE por su noche de pifias. Pirulí que abandonó
en una mudanza, resultando en manos de un eurofan neurótico y protagónico. Ojalá
vuelvan esos espacios polisémicos, aunque estoy expectante por la nueva
temporada de 'Alaska y Segura'. Espero
me inspire un poco (o mucho). Lo necesito.
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