Tenemos una vida ¿predestinada?
Cada uno de nuestros actos, cada decisión, las personas que están a nuestro
lado, todo lo fue (y lo es) en detrimento de otras opciones. Me remueve
demasiado el pensar que soy víctima de pésimas opciones. Lamento ausencias y
silencios, condicionados por el momento o por miedo. Y sí, me planteo qué sería
de mi en caso de haber optado por el otro camino. Si hubiera sido valiente en
unos casos, menos osado en otros. ¿Cómo se escribiría mi cara B? Puede que el
contexto peripatético no ayude. Que mi autoexigencia cuestione en demasía. Pero
hay demasiado vacío y una extraña sensación de rechazo a este yo que visto y
calzo. Admiro a la gente que transita con alegría y despreocupación, mascando
cada instante con pasión y espontaneidad. Mis taras me impiden soltarme la
melena y pelear por lo que/quien quiero. Me hago bichobola sin remedio y me
dedico a balancearme entre mi espada y la pared. Es enfermizo, lo sé. Hay
sabios que nos lanzan a la acción, al frenesí de lo desconocido y construir
desde ahí tal o cual propósito. Pero yo me quedo mirando desde lo alto del
precipicio, esperando el empujón que nunca llega. Estoy cansado de sumar
errores, de luchar contra una corriente que me hace nulo favor. He ahí la
oportunidad de romper y empezar un reto con nombre y apellidos, los míos. Me
quedo agazapado y temeroso, asumiendo que ese bienestar no me pertenece. Hay
demasiado que psicoanalizar aquí, los divanes ya conocen mis dramas y nuestro
diálogo se esfuma con demasiada facilidad. Tampoco me buscan las sonrisas
cómplices ni los besos robados. Y me pierdo entre palabras e historias de otros
para cimentar un momento entre paréntesis. El que he levantado, de lado a lado,
para olvidar para siempre este tiempo (¡años ya!) de un cinta que pide a gritos
un cambio de cara.
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