Ser una más, nunca. Una frase de
folclórica que era curioso se hubiese convertido en el mantra de vida de una
llave Allen. Estaba harta de criar polvo en el maletín de herramientas de turno
y esperar, sin pena ni gloria, que su dueño recurriera a ella para la chapuza
más insospechada. Ella aspiraba a más. Era adicta a los programas de Bricomanía
y se imaginaba salerosa en primer plano. Porque en manos del rudo presentador
se aseguraba la gloria entre el resto de sus hieráticas compañeras. Cada día le
resultaba más polvoriento en el garaje de Manolo. Así se llamaba su dueño, un
solterón que se había dedicado toda la vida a trabajar en una fábrica de
vidrios. Demasiado tiempo como para olvidarse de sus vicios, pensaba para sí la
llave con ínfulas de estrella. Por ella se hubiese casado con un tornillo XXL,
a más grande, más posibles. Pero pasaba tan desapercibida entre la multitud
cacharrera que su idílico matrimonio de postín no llegaba nunca. Guardaba para
sí sus fantasías, pues temía la tomaran por loca u oxidada. Bueno, decir eso
sería mentir. En una ocasión, se la ocurrió contar a las tuercas que antes de
ir a parar allí había protagonizado Cuéntame cómo lo monto yo, un documental
del handmade muy prestigioso. Ninguna creyó su relato de llave mediática, por
muchos detalles que acompañaran su batallita. Fue la comidilla durante un largo
tiempo. Por eso, en su hierro interno no podía dejar de imaginarse fuera de
aquella caja tan vieja, como poco glamourosa. Se esforzaba en pensar un plan
perfecto que la catapultara a la fama y dejara con la broca abierta a todas las
cotillas del lugar.
Fue un sábado, como de costumbre, que Manolo se afanó en
demostrar su cum laude en chapuzas. Esta vez debía montar un mueble para un
sobrino muy pesado, el típico que no sabe armar ni un mueble de Ikea con
instrucciones. Seleccionó a unas cuantas de la caja, las que intuitivamente
pensó que podía necesitar. Allen fue de las primeras. A su lado, un
destornillador encendió en ella una bombilla. Ni estaba como de costumbre, algo
se había hecho. ¿Una puesta a punto? ¿Un lavado de material? Parecía otro. Ella
no quería ser menos. Se prometió a sí misma que aquella sería la última
intervención como una herramienta del montón. Ella quería los focos sobre su
torneado cuerpo. Aquella noche no durmió, su plan no debía tener ningún cabo
suelto. Pensó que el único modo de alcanzar su propósito era siendo otra.
Diferente. Especial. Única. Otra. Inventándose una nueva vida, un pasado
glorioso lejos de Manolo, todo iría sobre ruedas. ¿Cómo lo conseguiría? Pensó
en darse de lado a lado del maletín, para provocarse curiosos abollones y
hendiduras, que la dieran un aspecto más moderno y dinámico. Sabía que las
demás eran de sueño profundo, así que si lo hacía en plena madrugada nadie se
daría cuenta. Se armó de valor y empezó el refrote impetuoso. A un lado y otro.
Una y otra vez. Notaba cómo, poco a poco, briznas de hierro caían de diferentes
zonas de todo su ser. Era como un lifting por las bravas. Estuvo así durante un
buen rato, hasta que se dio por satisfecha. Recogió los restos, que eran el
pasaporte a su futuro, y volvió a su hueco habitual como si nada. Intentó pegar
ojo, pero se veía como portada de las revistas de bricolaje, seleccionada por
McGyver como una de sus joyas de colección o protagonizando una campaña de El
Corte de Mangas... Se acumulaban sus visiones, el pasaporte al estrellato que
tanto (se decía) merecía. Pero hay veces que si deseas algo muy fuerte y
manipulas tu propio destino, la realidad golpea más fuerte. Tanto como para acabar
en la basura. Y es que ese fue el sitio que Manolo decidió se convirtiera en su
resort de vacaciones indefinidas. Al ver a la llave maltrecha y desgastada
pensó que ya era hora de jubilarla. Y de golpe y estercolero, se acabaron sus
aspiraciones faranduleras. Pobre llave Allen.
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