Pertenezco a esa especie de la rareza interiorizada y material de base de uno mismo. Casi siempre a la contra, a disgusto o de salto frontal de la alienación necesaria para tantos. En momentos merece defensa la diferencia, el rarerío propio, pero en otros contextos la carga es mayúscula. En el autoanálisis de lo que llaman vida e incluso de la metodología, la reflexiva y actuante de mis días pienso que no me trae a cuenta ser uno menos.
No es cuestión de esquematizar todos esos aspectos de la visión en contrasentido, pero van de lo afectivo-sexual, pasando por lo laboral o lo ocioso. Esto es amantes o su ausencia, tragaderas no buenas compañeras o cero disfrute vacacional y en tránsito. Sólo como ejemplos, pero son más las situaciones y actuaciones en las que me siento como un bicho llamado raro que hace gala de ello sin reparo. Hasta en lo formal y las habladurías, por gestualidades, palabras y conceptos me siento o me hacen sentir un panoli o freak de absurda generación cuando no procedencia.
Hasta por escribir esto y así se me puede calificar de tal. Aunque en realidad no pretendo más que reivindicar(me) en la totalidad de mi ser cada nanosegundo de mismidad proyectada, para bienes y males, propios y ajenos, del aquí o el más allá. Porque uno es lo que es y quien es. Y como bien dijo una sabia que me regaló su teoría, hay que aprender a ser uno mismo. Porque siendo vivimos, creamos, sentimos, compartimos... En una espiral que nos engrandece en tiempo y en experiencias. Sean raras o rarísimas.
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