Nunca pude con esto que de base se llaman Carnestolendas. Quizá un trauma infantil de disfraces impropios o de sufrimiento subido me hizo rechazar todo lo que supusiera Carnaval. Alguna vez me convencieron para coger la máscara por los cuernos y pasar de mis ideas previas. Aunque nunca disfruté como para integrarme en la tradición y en el disfrute desvergonzado del que tantos hacen gala. De hecho hasta tuve un paso con escoba de brujería por transformismos, esos tan recurrentes a los machos cabríos que a la mínima oportunidad la gozan con la media de rejilla, el cinturón casi ancho y las tetas de silicona improvisada. Siempre hubo perversiones y parece que en estos días pasan más desapercibidas.
Por recurrente al leerlo que sea, uno lleva un disfraz todo el año y no es cuestión ahora de desprenderse de él y querer emular a no sé qué/quién con ánimo de jolgorio. Quizá tampoco tenga interiorizado este concepto, por lo de viejuno prematuro y los efectos achacosos del tiempo... Ya me cuesta el maquillaje de lo cotidiano, el vender imagen o procurarlo, el darse a los demás como para sacar una chirigota descarada con efecto boca/abierta por las calles. No. Tampoco conecto con esas coplillas del supuesto sentido del humor. Es más, me ha tocado escuchar lo que cantan y humorean en el Sur profundo y creo que no me arrancaron ni una carcajada. Y si son los maestros me temo que los aprendices, bueno, en fin...
Puede que la obligación durante años de contar sin ser parte de la fiesta haga que pase página y me distancie de los brillos, colores, purpurinas y lentejuelas. Aunque asumo que ante la palabra maldita lo mejor es tomarse a guasa lo que pasa y jugar a desenmascarar a los que tanto abusan de las capas cebolleta para no dejarse ver. Peores son los disfraces para el alma, los que no admiten devolución. Que nadie se confíe, que nada ni nadie es lo que parece. Y vamos aprendiendo a separar disfraces de realidades. ¡Caretas fuera!
No hay comentarios:
Publicar un comentario