El dilema del amor siempre ronda una cabeza. Bien por posesión o habitáculo, bien por ausencia lamentosa o lamentable. Me subo al carro segundón y aunque no haga uso del lacrimal sí que reconozco que mi quejío es una constante. Porque a veces los silencios son muy evidentes y el saberse desocupado es un lastre que se enquista. Y salir de ello es una complicación que ningún libro de instrucciones ni un amigo optimista de más conseguirá convertir en levedad. El sentirse malamente no es, por tanto, algo gratuito. Aunque haya días en oferta, el corazón no entiende de marketing y se deja llevar por el sentimentalismo subido. Y qué error puede ser el confiar las naves en una persona, un ser, en considerar a un príncipe como azul, verde o amarillo y ver cómo el tiempo no resuelve la ecuación.
La persecución del amor en vida, que en el más allá quién sabe si se duan los espíritus, es errática. Porque de la espera uno desespera y hasta confunde emociones. O no. Pero la negación se vuelve dardo. Y el sentir que los latidos van por su cuenta y que el muro se construye es doloroso. Puede que no sea. Que la pertenencia sea ajena. Que sus caricias sean de sueño. Pero quiero soñar despierto.
1 comentario:
Jamás me he sentido tan identificada con una entrada tuya, parece que nos falta eso. Besos de quererte mucho, gracias por estar ahí
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