Siempre se dijo que el mundo es
de los valientes. Y de los caras, añado. Entiendo por estos últimos a los
ególatras encantados de conocerse y de imponer criterios, gustos, realidades. Los
mismos que sobrepasan el concepto confianza en uno mismo. Que gustan de pisar,
humillar, dejar en evidencia al resto y un largo etcétera de cualidades de
dudoso gusto. Les acompaña la suerte, saben el momento exacto de soltar
hipocresías y engañar sin miramientos. Porque su fin justifica cualquiera de
sus medios. Camuflan sus complejos, silencian sus ausencias, pero se regocijan de
sus andanzas mortíferas. No conocen rival y si lo conocen les pone medirse en el
campo de batalla, las duchas o la pista de baile. Es describirles y dibujar de
inmediato su retrato. Todos sabemos quiénes son. Con nombres y apellidos. Motes
o insultos califragilísticos. Por mucho que conozcamos las claves que
construyen su identidad, no queremos ser como ellos pero somos incapaces de
aislarlos entre paréntesis. Temen el vacío, la irrelevancia y el olvido social
pero sobreviven desde su altar. Se puede negar su existencia y construir una
vida plena, sin miedos ni quien te los meta. Incluso ellos se pueden humanizar.
¿Será su propia medicina el antídoto?
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