Invisibles a los ojos, pero
dañinos al corazón. Puede que no causen gritos infinitos ni un escalofrío
indescriptible. Actúan con tal sigilo que silencian el silencio. Se jactan de
su poder en la sombra, de la manipulación fría y matemáticamente calculada. Existen
porque creemos en ellos. Cuando no se merecen el mínimo gasto de energía, ni un
centilitro de lágrimas ni un paquete de clínex low cost. Son la peor herencia
de una vida pasada y pretendidamente pisada. Envueltos en sábanas, o no,
desafían la ligereza de sentimientos. Son fantasmas. Con nombre propio y
heridas con apellidos. No buscan asustar, sino limitar. Impedir una vida
despojada de su presencia. Actúan con la crueldad del egoísmo, despiadados por
concepto e insufribles por definición. Localizar sus movimientos no garantiza
saber deshacerse de su yugo. Vampirizan a sus víctimas porque sin ellas se
desdibujan. Y entre tanto los supervivientes tratamos de exorcizar su maléfico
sentido. Poniendo por testigo a cualquiera que fuera la fuerza suprema la
despedida de raíz se antoja única fuente de salvación. ¡Adiós malditos
petardos! Si la vida es justa no volverá a enfrentarnos en el camino, porque
merecemos mucho más que un drama fantasmal.
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