Sus pestañeos delataban sus
emociones. Era incapaz de ocultar sus pasiones a golpe de miradas intensas.
Cada revolución hormonal, cada instinto pseudoamoroso se manifestaba a golpe de
pestaña. Tal cual. Ella decía que era incapaz de controlar ese contoneo
frenético, de presentarse cual ninfa ansiosa de placer. Lo intentaba
aplicándose una máscara para tal apéndice que ni cemento armado. Pero ni con
esas. Cada vez que veía a un objeto de latidos incontrolados su motor
ojiplático se accionaba compulsivamente. Lo curioso es que ocurría a cada poco.
Pues se decía enamoradiza. Pasear por la ciudad se convertía en un ejercicio
vertiginoso. Una suma imposible de improvisados quereres. Qué sería de la piel
entregada a tanta efusividad. Un día cualquiera, en un lugar cualquiera,
pensando cualquier cosa se cruzó con un chico que resultó hipnótico. Nadie
hasta entonces había logrado paralizar su pestañeo voraz. Él sí. No dudó un
instante en acercarse para desentramar tan enigmático misterio. Tocó su hombro
y sintió una electrizante cercanía. Lo que empezó en una conversación
espontánea, a pie de calle, se convirtió en un amor vibrante. Predestinados,
felices y completos. Como sus pestañas, en su sitio, cómplices de la historia.
No querían perderse ni un solo detalle, por eso desde entonces permanecen
erguidas, inmóviles. Sin más coreografía que el compás de la vida. El amor es
eso, un golpe duro en la línea de flotación de nuestra realidad. Una condena de
plenitud, un estímulo que cuestiona todo nuestro yo. Lo demás son
entretenimientos vacíos, ejercicios de deshonestidad con nuestras tripas. Ni la
ansiedad ni el conformismo conectan con la estructura auténtica del
enamoramiento. Las pestañas necesitaron mucho tiempo para comprenderlo. Y por
más que se agitaban, sólo cuando hubo de pasar pasó.
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