La memoria de la piel y las
entrañas sobrecoge. Lo sentí el otro día al volver fortuitamente a los muros del
colegio que me vio crecer. Al contexto donde empecé a escribir mi guión. Fue
curiosa la sensación de nostalgia, angustia y emoción en miscelánea. Fotogramas
de unos días felices (y no tanto) se agolparon en segundos, viéndome desde la
distancia del paso del tiempo. Recordando las risas del patio, los nervios de
exámenes, los amores sin besar, las conversaciones de mayores, los bocadillos
rebosantes, los profesores emblema... No sé qué le diría a aquel niño que fui. Me
quedaría callado, observando sus movimientos, siempre locuaz y dicharachero. Seguramente
envidiaría su ingenuidad, sus ganas de comerse el mundo, su espíritu inquieto.
Parte de él está, se resiste a abandonarme. Pero muchas otras volaron por lo
destructivo de la realidad. Curiosamente poco después me encontré con un par de
compañeros, ya hombres. Se hace raro asimilar ese cambio, es como si un
experimento científico haya agrandado de golpe a uno de tus cómplices. Sin
acabar de verlo como lo que es hoy, remitiendo aún a lo que era. Y no pude
evitar sentir una desconexión total, una barrera que la vida ha levantado.
Quien compartió contigo tanto, de pronto muta a perfecto desconocido. Y sí,
juegas al bienquedismo, a las frases hechas, a programar un reencuentro que
sabes nunca llega. Porque, ¿tiene sentido? ¿Hay que forzar algo sólo llevado
por los recuerdos? Si algo echo de menos de mi yo es la sensación de caminar
sin mochila. Obviar los problemas, sobreponerse a todo. Mi intensidad me impide
hoy vivir como el propio verbo define. Y me da mucha rabia. Por eso me removió
tanto el contemplar mi pasado pisado, regresar por unos instantes a vestir
uniforme, a rezar por las mañanas y subir aquella cuesta que me dirigía hacia
mi futuro. Es lo paradójico de todo, que el tiempo es una ceremonia de la
confusión constante. ¿Lograré encontrarme?
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