El latido de la ciudad va por
horas. Sus habitantes, también. Hay quien de buena y primerísima mañana sale de
casa a poner las calles. Entre ellos se conocen. Apenas cruzan miradas. Han
asimilado cada ruido, cada rutina y ya poco rompe su esquema de días. Hoy me he
sumado a su cruzada de realidad. He saltado de la cama y, de pronto, me he
visto perdido en su universo. Absorto, imbuido del paisanaje particular, he
decidido sentarme en un banco. Solo. Cerrar los ojos y dejarme llevar por los
sonidos del despertar a un miércoles cualquiera. Subidas y bajadas de sonoridad
como estados de ánimo imperfectos han sacudido mis entrañas. Cuando recobré la
visión, algo cegado por el ejercicio de abstracción, me di cuenta de que no era
el único practicando el ejercicio zen. A mi derecha, una mujer rondando los
setenta, peinado semanal de peluquería, vestido dos piezas en flor, sandalias
cómodas y joyas de amor a cuestas practicaba la meditación mañanera. O eso
interpreté. Siempre he fantaseado con las historias ajenas. Pero la suya estaba
servida en bandeja. Sólo me faltaba llegar a su monólogo interior. Que lo
había. Entre inquieta y placentera, dejó pasar los minutos. Hasta que me di
cuenta que verbalizaba entre dientes un mantra, rezo o palabrerío sentido. Al
tiempo, acariciaba y daba vueltas a una alianza. Mucho más que un símbolo. Una
conexión con su querer lejano, pensé. Qué emoción. La suya y la mía, por asistir
a ese ritual tan auténtico. Quedan esperanzas para los descreídos de la cosa
latida. En ese momento mi vecina anónima se levantó decidida. Había marcado su
punto y seguido. Con destino ¿feliz? Sus pasos se encaminaron hacia el hospital
que se levantaba a escasos metros. Sería su miedo, sería su talismán, pero era
ella la protagonista de su propia historia. A su Salud lo comparto. Ojalá haya
recibido buenas noticias.
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