
Era pequeña. Chiquitita, decía su
madre, con una sonrisa infinita, cada vez que se refería a ella. Su respuesta
siempre se envolvía en una mirada entrañable, de buena persona. Así creció,
feliz en un mundo donde todo era m-a-r-a-v-i-l-l-o-s-o. Se empeñaba en decirlo
despacio, saboreando cada letra, porque, en el fondo, temía que cualquier día
ese estado de las cosas fuera un espejismo. No compartía con nadie esos
temores, sabía que la señalarían como una aguafiestas. A juzgar por la
felicidad de su gente, no dejaban hueco para el desánimo. Tampoco para los
miedos, pero ella tenía su cajita de la frustración, en silencio. No quería
abrirla, aunque más de una noche se sorprendió a sí misma levantando su tapa y
sintiendo, de golpe, todo eso que el resto parecía desconocer. Su curiosidad
terminó en pesadillas y la extrañeza de sus padres, de oído fino. Nunca habían
notado ese malestar, en sueños, de su niñita. De nada sirvieron sus
interrogatorios mañaneros, ella sabía que desaprobarían que llenara su cabeza
de malos pensamientos, de oscuridad. No había espacio para nada de eso, era un
tabú. En el colegio tampoco tenía a nadie con quien liberar sus fantasmas,
porque estaba más bien sola. Honestamente, del todo sola. En realidad, nadie
cultivaba relaciones más allá del aula, era todo muy frío e impersonal, pero
aparentemente feliz. Intachable, perfecto, ejemplar, repetían sus maestras.
Tanta m-a-r-a-v-i-l-l-a empezaba a generar su total rechazo.
Fantaseaba, sin
parar, con otro mundo, en el que quizá no encajaran todas las piezas, pero todo
resultara más auténtico. Entonces urdió todo un plan. Preparó una mochila, con
lo que consideraba necesario, algún cambio de ropa, su neceser de unicornios,
calzado cómodo y poco más. Buscó un autobús que la llevara lejos. Pensaba que
quizá unos cuantos kilómetros eran garantía de emociones. Encontró la línea
adecuada, tenía dinero suficiente para el billete, pues apenas gastaba su paga
semanal y había ahorrado en su hucha de emoticono sonriente. No tuvo que
romperla, con cuidado, desfondó sus propios fondos e hizo recuento del botín. Era
más que suficiente. De noche, sigilosa, pudo escaparse y caminar hasta la
estación. En ese momento, se sentía ya liberada, aunque prudente, pues
cualquiera del mundo de color de rosa podía entender que era inadecuado que estuviera
sola a esas horas de la noche. A mitad de camino, más o menos, oyó unos ruidos
que la asustaron.
De repente, de entre unas cajas, salió un chico. Era más alto
que ella, lo cual tampoco era difícil, llevaba una gorra y una mochila a la
espalda. Como ella. Él intentó acercarse, pero ella aligeró el paso. El muchacho
y sus piernas largas la alcanzaron, sin problema. Parecía inofensivo, así que
ella se detuvo. Fue como si el tiempo se detuviera también. Ambos sonrieron y
él rompió el hielo. Buscaba la estación de autobuses y ella le comentó que iba
para allá. Entonces él, espontáneo, preguntó si podía acompañarla. Ella no
contestó, siguió andando. Sabía que tenía un nuevo cómplice. ¿Puedo saber dónde
vas?, preguntó el chico. Lejos de aquí. Respondió, directa. Ya somos dos, dijo
él. En el plan de la chiquitita huidiza no entraba tener que dar explicaciones
a nadie, pero mucho menos encontrar a la horma de su zapato, en versión chico.
Ella no decía nada, su padre la había enseñado a desconfiar de todos los
muchachos y sus intenciones. Según él, no necesitaba a nadie más en la vida que
a él y a su madre. Pero no podía evitar mirar, de reojo, y sentir que era alguien
especial. Y guapo. No tardarían en llegar al destino. Ella sabía qué ruta era
su pasaporte de despedida, pero él no pareció tenerlo tan claro. Si no te
molesta, voy a copiarte, dijo. La joven pensó, por un momento, que era una
clase de guardaespaldas contratado por sus padres, en caso de espantada. Por un
lado, aquello era un fastidio, por otro, un juego divertido.
Llegó el momento de
subir al bus, sin mayor incidencia. Ella miraba a cada lado, como buscando la
cámara oculta o a cualquier mayor impidiendo su fechoría. Se sentó tan rápido
como pudo en las primeras filas. Él accedió después, la miró sonriente y siguió
hasta los asientos traseros. Se sentía tonta, pero incluso con esa distancia
mínima, le echaba de menos. Había sido curioso que sus caminos se cruzaran,
supuestamente con el mismo objetivo. Así que cogió su mochila y fue a su
encuentro. ¿Por qué haces esto?, preguntó. Supongo que por lo mismo que tú, no
soporto más este mundo piruleta. No podía haberlo expresado mejor. Estaba
claro, les unía la necesidad de dejar atrás su incomprensible realidad, tan
edulcorada y maquillada, que les impedía crecer. A ella en altura también la
iría bien, pues se imaginó, por un momento, besando a ese Romeo imprevisto. Y
se parecía ridícula, tan pequeña a su lado. Quizá el tiempo la haría entender
que eso no importa, pero no, porque entonces se despertó bañada en agua, por su
padre. No reaccionabas, perdona, estabas como ida. Lo estaba, hasta entonces.