La continuidad de espíritu y de propia personalidad es una meta harto-difícil. Pero una cosa es ser inconstantes y otra bien distinta pasar de la noche al día a ser un ser diametralmente opuesto. Aunque, en ocasiones, en el tránsito sólo media una frase o un gesto que no son proporcionales a la mutación del propio yoísmo. En la página en blanco de cada día también escribimos nuestro palpitar, la fluidez y nervio aplicable a cada paso, como vasos comunicantes con los entes ajenos, visionarios del espectáculo que interpretamos. Lo que me fascina y al tiempo me aterra es esa capacidad de montaña rusa que incorporamos cual traje de chaqueta y que nos hace presentarnos como animales extremos.
Unos somos más radicales que otros en el trayecto del bien al mal o viceversa. Aunque los polos no tienen que ser necesariamente ese par de estadios sobre los que tanto y tan mal se configura. Lo duro es cuando el volcado de tortilla humanoide parece enquistarse y la sensación final es más que agria. Porque el destino y su crueldad suelen decantarse por la peor de las opciones de estabilidad supuesta. De ahí que las víctimas se vayan acumulando en campos de exterminio de la dualidad demoledora. Sin lecturas positivas como refugio y con el recurso al estómago en un puño (que ya es difícil) por ese mal trago de la mutación de ciertos cromos sociales.
Como ser ciclotímico y lunático por la gracia divina de mi signo cancerígeno zodiacal sé lo que es la tal mutación de quita y pon. Nada que ver con asumir que haya adyacentes que se quedan con la cruz y no con la buena cara, rompiendo con la nostalgia de lo vivido y demostrando que la falsa moneda sigue en circulación. Y es que integrar el momento revisionista de Jekyll&Hyde no es tarea sencilla, porque supone renunciar a lo malo conocido y dejar en suspenso ese bueno por conocer sino todo lo contrario.
La radicalidad de la montaña rusa emocional llega a asentarse en lo patético y a cuestionar relaciones, vivencias y sensaciones que pasan a un limbo que se antoja infernal. La sorpresa del ímpetu del tránsito ajeno descoloca al más pintado. Pero tenemos que llegar al punto de entender que nadie está libre de mutación o hijoputacion. ¡Nadie!
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