Los volveres siempre son una mezcla de nostalgia caduca y novedad impresionable. Nunca se sabe cómo será la balanza de las sensaciones y situaciones, pero está claro que el que no arriesga no vive. Podrá sentir pero padeciendo. Por eso, en lugar de comerme las uñas en un encierro involuntario de ser atomizado en el universo gentíl, sabía que mis constantes vitales pedían a gritos una nueva incursión en la recurrente capital de la z reconvertible. El territorio que deja víctimas y héroes a cada paso y que conmueve con su palpitar. Una realidad propia que reivindica de por sí cada calle, cada contexto o cada ser mamarracho.
Como las opciones se multiplican o más, la agenda se convierte en una amalgama de idas y venidas, visiones y revisiones, encuentros y desencuentros, compras y devoluciones, dramas y risas sin enlatar, sueños y decepciones... Los ying/yang hechos constante del devenir por cada recodo del urbanismo desaforado, de la prisa a flor de piel, del peligro como ficción, de la lucha de clases y de seres como un ring hasta el cielo... Es increíble cómo la sorpresa, la emoción y ese espíritu de lo imprevisto se antojan la base del periplo que marca el reloj. Y es que por mucha decadencia siempre hay un resurgir de cenizas en este mar con fondo social.
Cada paso es una historia, una mirada, una revolución. La tendencia hecha persona, el desastre en traje de sastre, el grito como plusvalía. El famoseo una intermitencia de fantasmas de su propio ego. Curiosidades como setas. Significados polisémicos como equipaje. Y violencia verbal y física como compañeras de la vida en la calle(s).
Grande Madriz. Para quedarse o quejarse.
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