No recuerdo que nos enseñaran a
gestionar las emociones. Con los años hemos tenido que adivinar cómo se
articulaban y nos hacían personas. En este momento coronado que nos tiene como
extraños en nuestro paraíso del hogar, tecleo por la necesidad de compartir las
ausencias. Esos latidos robados por nosotros mismos que atormentan entre
silencios. Cuando todo para, el corazón bombea más fuerte e impone su propia
memoria. No es una confesión, más bien una descripción, si comparto mi yo más
sensible. Desde pequeño, rodeado de cariño y mayores entregados, construí una
personalidad abierta y sociable. Torbellino, supongo, pero emocionalmente
libre. De ahí que siempre me gustara el contacto, el sentir y mostrar el cariño
sin condiciones. Pronto entendí que no todo el mundo actuaba igual, incluso que
el miedo se imponía al sincerarse sobre esos lazos invisibles. No hablo
necesariamente de amor, que también, pero hubiera derruido tantos muros e
inseguridades para que todo fluyera de otro modo. Defiendo que las relaciones
han de alimentarse de verdades y, si se quiere, no hay nada de malo en
verbalizarlo. Es más, ese nudo en el estómago y el sufrir la entraña significan
que estamos vivos.
Sé que no tiene mérito el volcar
toda esta intensidad aplicada al contexto, pero necesito contar que me
arrepiento. Mucho. Como muchos son los besos perdidos que jamás recuperaré. Serán
otros, puede que mejores. Ojalá. No los mismos, porque los dejé pasar. Y si lo
son, estarán teñidos de nostalgia, incluso deuda. Eso no los invalidará, pero
sí condicionará ese afecto contenido en cada ejercicio de darse a otros. O en
singular, en el caso de la persona. Esa que habita tu balcón romántico, al que
te asomas con la esperanza de reescribir la historia. Que te tiene sin palabras
y protagoniza tus días, incluso en la distancia y el desconocimiento. No vale
de nada predicar con el ejemplo cuando perdiste la oportunidad de expresar,
compartir, amar. Podrás intentar traspasar las pantallas y recuperar ese tiempo
que dejaste escapar. Las prisas, el estrés, esa vorágine imperfecta nos ha
superado y ahora somos víctimas de nuestra realidad, por mucho que ahora
parezca de ficción. El bicho nos ha dejado en evidencia, pero ganaremos esta
batalla. Nos merecemos esa segunda oportunidad y cobrarnos los te quieros
callados.
Sin duda, nos intoxica la
sobreinformación, optamos por el entretenimiento y convivimos con el miedo. El impuesto
y el que tratamos de aislar. Es momento de dar un paso adelante (figurado) y
dejar que hablen esas emociones. De nada sirve guardarse para futuro cuando ni
siquiera sabemos que tal cosa sea posible. No es negatividad, es instinto de
supervivencia. Tienen que vencer las ganas de imponer esa mejor versión, sin filtros
ni vacíos. Dejemos que el mal sueño tenga un efecto saludable. Y si se trata de
besar, besemos. Que nada ni nadie detenga los sentimientos, mucho menos un
virus importado. Lo que de verdad importa es otra cosa. Y sabiéndolo, no
debemos frenar su naturaleza emocional.
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