La imaginación nos ayuda a reinventar
los días raros. Tendremos que exprimir al máximo nuestra capacidad de aguante,
sostenernos y evitar que lo peor nos minimice. Y es que las noticias imponen
más a más. Asistimos incrédulos a la inhumanidad con todo tipo de pruebas, pero
nos consuela pensar que los aplausos sanitarios y comprometidos retumban en los
corazones. A esos otros irresponsables les resbala el estado excepcional que
compartimos. Ajenos a lo común, que es el dolor y la incredulidad por vivir
esta realidad tan de ficción. Así, vuelvo al último día de calles pisadas y
miradas anónimas. Llevaba tiempo mascando la posibilidad de caer en la
pesadilla, pero nunca hubiera apostado por despedirme, de repente, de lo
cotidiano. Y eso que confieso que entonces hubiera firmado una huida
terapéutica, pero nunca así.
Madrugué más que de costumbre y
acepté que el calendario marcaba consulta médica. Mi cuerpo reacciona con
rechazo a todo lo que se traduzca en hospitales y salas de espera. La biografía
no perdona y la desgana me podía pensando en cumplir con una nueva cita. Cuatro
letras que hubiera preferido reformular en buena compañía, pero se trataba de
salud y avanzar. El miedo ya convivía con todos y las distancias empezaban a
definir los momentos. Éramos pocos los llamados a consulta con una recepción en
aparente normalidad. El silencio se rompía en conversaciones olvidables con
apariciones estelares del hecho coronado. Las agujas del reloj bailaban con su
coreografía acompasada, pero parecían más torpes esta vez. Y entonces mi nombre
llenó aquellos metros cuadrados de incertidumbre. Me levanté y seguí los pasos
del doctor. Joven, de atuendo informal y sonrisa espontánea. Su despacho era
impersonal, pero su carácter afable llenaba los vacíos. Fue una conversación
amable, cercana, productiva. O al menos eso quise interpretar. Pensándolo con
distancia, no fue un mal punto y aparte del hecho social. Porque poco después
volví a casa e hice de ella mi particular fortaleza.
El tráfico rugía en la ciudad y
las rutinas parecían desoír los ecos de lo que estaba por venir. Seguramente que
de haber sabido que era la despedida hubiera alargado al máximo las
posibilidades y no hubiera perdonado abrazos que ahora duelen por lejanos. Como
yo otros tantos, diría que todos, hubieran reformulado esas horas antes de
encerrar la piel y privarla de otras. La supuesta normalidad podía ser un
lastre para cualquiera, pero nada como la jaula de cuatro paredes que asfixian
hasta la sociedad misma. Presos de la incertidumbre y las medidas que alertan
de consecuencias de pésimo encaje. En ese ayer marcado a fuego, todo parecía
lógico y oportuno, con la cadencia de los hechos sin última hora. Hermano
pequeño de este hoy angustioso y lleno de dudas sin mascarilla. Nos lavábamos las
manos por buenas costumbres y ahora lo hacemos como sinónimo de vida. Sí, todo
ha cambiado. Nosotros, más. Y desconocemos cuál será el siguiente capítulo, como
yo no adiviné que mi médico fuera protagonista de estas letras. Mucho menos que
su profesión fuera el faro que nos ilumina en este mal sueño. Su lucha contra
el elemento merece un capítulo propio, desprovistos de capa, pero con una
heroicidad a prueba de tristes positivos.
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