Para la ingenuidad de Andrea, una inocente entrada en la decena, el lujo es “tener una casa grande, bonita y moderna. También es poder tener una piscina en un precioso jardín, donde están las casetas de los perros. Y por último, llamar a sus amigos los domingos para disfrutar de una deliciosa barbacoa”. Martín, adolescente acnéico teoriza sobre el lujerío y lo define como “vivir con unas comodidades que no todo el mundo puede permitirse y sin privarse de nada”. Por su parte, Pepa, un ama de casa premenopáusica considera un lujo “poder disfrutar de privilegios que no son comunes a todas las personas, como, disponer de un avión propio, un yate, una mansión, etc”. Tomo prestadas estas ideas ajenas pero sin olvidar la propia. El lujo es una meta de descenso rápido.
Últimamente el lujo me rodea, pero no en su literalidad. Escribo de lujo –no como adjetivo, sí como temática- y hasta en la televisión muestran las perversiones de la riqueza lujosa con ánimo de dientes largos. En uno de tantos reportajes vivenciales de lo impropio relataban el exceso en grandes cifras, como un jet privado a Venezuela con coste de 190.000 euros. O la acción de un club social con derecho a practicar golf bien empalado por 150.000 euros. Sin olvidar las suites reales de hoteles poco funcionales, propios de nadadores en la abundancia, que por 24 horas saquean, como mínimo 5.000 euros. Cifras que serán ridículas en las chequeras de los millonarios pero que a los mortales comunes y submileuristas nos suenan a injusticia divina. El mundo cada vez se polariza o extrema más. Los ricos lo son más y los pobres se relamen de sus heridas y agujeros económicos. La balanza no cuadra, grita la desigualdad y no solventa e vía crucis de la supervivencia.
Pero yo he venido aquí a hablar de mi lujo. No el personal, sobre el que teorizo. Para mí que los dueños de los ceros infinitos disfrutan de su estatus supremo por un tiempo. Pasada esa línea temporal se adentran en la pérdida de la emoción, en el ansia del no va más, en lo último que pervierta su realidad, lo cual puede suponer su bajada a los infiernos para tocando el suelo volver a trepar. Es una paradoja encarnada en la necesidad del descubrimiento, como avezados cazadores de la sensación. Con o sin posibles alcanzan el mono de la adicción a la novedad. A la superación de las bajas pasiones por muchos trajes de alta costura. Comprar uno más es rutina, saberse poseedores del último grito de la escalada intrépida de la vida es más que un patrimonio sin cuantificar.
Escribo esto cuando es noticia que un británico afortunado con la lotería ha decidido, después de explotar el filón de sus millones mayúsculos, volver a su antiguo puesto de trabajo en una cadena no grande sino más de hamburguesas kilocalóricas. Demostración fiel de que ese lujerío caído del cielo no siempre resulta tan emocionante ni atractivo, tanto como para ansiar un retorno al suelo de lo común, lejos de las ínfulas y las miradas por encima del hombro.
Pero todo se resume en una frase, es un lujo vivir. Lo demás son añadiduras. Para bien, para mal o para peor.
Últimamente el lujo me rodea, pero no en su literalidad. Escribo de lujo –no como adjetivo, sí como temática- y hasta en la televisión muestran las perversiones de la riqueza lujosa con ánimo de dientes largos. En uno de tantos reportajes vivenciales de lo impropio relataban el exceso en grandes cifras, como un jet privado a Venezuela con coste de 190.000 euros. O la acción de un club social con derecho a practicar golf bien empalado por 150.000 euros. Sin olvidar las suites reales de hoteles poco funcionales, propios de nadadores en la abundancia, que por 24 horas saquean, como mínimo 5.000 euros. Cifras que serán ridículas en las chequeras de los millonarios pero que a los mortales comunes y submileuristas nos suenan a injusticia divina. El mundo cada vez se polariza o extrema más. Los ricos lo son más y los pobres se relamen de sus heridas y agujeros económicos. La balanza no cuadra, grita la desigualdad y no solventa e vía crucis de la supervivencia.
Pero yo he venido aquí a hablar de mi lujo. No el personal, sobre el que teorizo. Para mí que los dueños de los ceros infinitos disfrutan de su estatus supremo por un tiempo. Pasada esa línea temporal se adentran en la pérdida de la emoción, en el ansia del no va más, en lo último que pervierta su realidad, lo cual puede suponer su bajada a los infiernos para tocando el suelo volver a trepar. Es una paradoja encarnada en la necesidad del descubrimiento, como avezados cazadores de la sensación. Con o sin posibles alcanzan el mono de la adicción a la novedad. A la superación de las bajas pasiones por muchos trajes de alta costura. Comprar uno más es rutina, saberse poseedores del último grito de la escalada intrépida de la vida es más que un patrimonio sin cuantificar.
Escribo esto cuando es noticia que un británico afortunado con la lotería ha decidido, después de explotar el filón de sus millones mayúsculos, volver a su antiguo puesto de trabajo en una cadena no grande sino más de hamburguesas kilocalóricas. Demostración fiel de que ese lujerío caído del cielo no siempre resulta tan emocionante ni atractivo, tanto como para ansiar un retorno al suelo de lo común, lejos de las ínfulas y las miradas por encima del hombro.
Pero todo se resume en una frase, es un lujo vivir. Lo demás son añadiduras. Para bien, para mal o para peor.
2 comentarios:
Ya había oído la noticia. Además el tío trabajaba en McDonalds y ha declarado que vuelve a su antiguo trabajo porque lo echa de menos...
Será el olor a hamburguesa grasienta? Serán los aceites gratuitos que se filtran en la piel? Ainsss no sé no sé, pero tú y yo conocemos a una que sabe esto muy bien y que no volvería ni loca -y lo entiendo-. He recibido un email de ella y me ha dicho que le has dado los regalos. Besitos, y si la ex-empleada de McDonalds a la que me refiero lee esto, muchos besos a ti también.
Buen viaje y muchos besos ;)
buen viaje, el lujo es conocerte y ser tu amiga.besazos.hasta pronto.copito
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