Esperaba el momento con una mezcla de intriga y emoción. Las
sensaciones pueden intuirse, pero hasta que no se viven son pura especulación.
Las películas, los libros, los mayores. Todos hablaban de su magia, aunque no
era un truco más, sino un espectáculo imperdible. Había ensayado, o eso creía,
para no delatarme como un novato de manual. Era mayor. Siempre eran mayores. Quizá
quería asegurarme la emoción con nota. Parecía tan seguro como yo inocente. Nos
veíamos en las horas de recreo. Aunque nos correspondían patios diferentes, hay
miradas que salvan todas las distancias. Impulsados por la curiosidad, nos
deteníamos en idéntico rincón cada mañana, para dejar que la complicidad
hiciera el resto. Podía haberle esperado a la salida, pero hubiera sido
demasiado cantoso. Fue él quien dio el paso, decidido a encontrarnos, esta vez,
de verdad. Un día nuestro ritual de ojos con dueño dio un giro. De repente,
lanzó un avión gigante de papel. Su vuelo me pareció eterno y erizó toda mi
piel. Por suerte, llegó a destino y con un mensaje claro. "Cuando acaben las
clases, en el baño del pabellón". Una frase directa, invitación perfecta al
juego del labio con labio. Supongo que, según su propósito, se me subieron algo
más que los colores. Me devolvió una sonrisa infinita y salió corriendo. En
cambio, yo me quedé paralizado. Con miedo a dejarme llevar. Hasta se me fue el
santo al cielo y una profesora tuvo que venir a mi rescate, cuando ya había
sonado el timbre. No sé ni cómo pasó el día, tampoco qué materias ocuparon las
clases. Sólo podía viajar, mental y sensualmente, hasta mi cita y pensar que
estaba a punto de ser coprotagonista de algo especial.
A priori no respondía a
mi ideal, pues hubiera preferido un cortejo romántico, conversaciones largas y
unas ganas locas de mutuo descubrimiento. Lo nuestro era bastante raro,
silencioso y precipitado. Adjetivos muy reñidos con la historia del beso que me
hubiera gustado contar. Guardé los libros y mi estuche en la mochila. Pasé por
el baño, para mirarme en el espejo y comprobar que todo estaba en su sitio. Lo
estaba. Así que, sin perder más tiempo, fui al encuentro. Cuando llegué oí unos
chillidos. Era la limpiadora que, con su música a todo trapo, quería emular a
una diva a golpe de fregona. Me salí y justo llegó él. Iba a contarle qué
pasaba cuando me agarró fuerte de la mano y me metió al cuarto de los balones.
Nos miramos un instante y entonces pasó. Aquello fue una conjunción planetaria
con rayos y centellas. Explosivo, estimulante, genial. No sé lo que pudo durar,
lo suficiente como para sentirme exhausto al separar nuestras bocas. "Para ser
tu primera vez, besas muy bien". No sabía si tomármelo como un piropo o un
insulto. Debía ser lo primero, pues volvió (volvimos) a la carga y ahí sí me
sentí como en un cuento. Por momentos se movían las estanterías, pero nosotros
seguimos con la exploración, de ida y vuelta, bastante rato. Cuando acabamos
parecíamos dos perfectos desconocidos. De hecho, lo éramos. Es curioso cómo la
intimidad conserva celosamente su dignidad, por mucho que se haya regalado. "Si
quieres, nos vemos mañana". Asentí, sin pensar. Estaba aún perturbado por la
suma de escalofríos, mariposas y onomatopeyas imposibles que acababa de sentir.
Y claro que repetimos. Perdí la cuenta de las veces. Había que perfeccionar y saborear
los besos. Aunque mi debut merecía ser contado.
13 de Abril | Relato de ficción por el Día Internacional del
Beso