Siempre creí en los contextos. De hecho, creo que me
persiguen desde pequeño. Para bien y para mal, no siempre en equilibrio
perfecto. Pero, sin duda, ha sido el criarme en un barrio de periferia, gente
obrera, drogas y desvaríos varios siempre imprime carácter. Que mi colegio
estuviera en el centro de la ciudad y que mis modos tuvieran poco que ver con
la mayoría de vecinos que podía contemplar desde mi visión bajita, me hizo
crear un total desapego a mis orígenes. Una distancia que he mantenido con el
paso de los años, asistiendo incrédulo a muchas de las escenas cotidianas que
se suceden en los bloques de viviendas de ladrillo caravista. Con el bar y el ultramarinos como
epicentros de la vida en comunidad, fue llegar la droguería y sus novedades en
ropa interior y crearse una burbuja consumidora. Mi madre tuvo antes su pequeño negocio tal cual, pero aquella aventura emprendedora no duró mucho. Era un chavalín cuando jugaba
en casa a ser Amancio Ortega, con tiendas, colecciones y escaparates propios,
entonces tuve oportunidad de convertirme en asistente de dependiente de la tienda
referencia de la barriada. Con nombre de mujer, tan rotundo y simbólico como
ella misma. Hoy propiedad de asiáticos nonstop. Allí me entregué al kilo y medio, a las bolsas llenas y los
corazones vacíos. Y es que la clientela no se cortaba en contar sus penas,
hacer terapia o, directamente, criticar a cualquier otra, con tal de
desahogarse. Yo me lo pasaba pipa, la verdad. Lo que más gracia me hacía es que las marus, más marus, dicho y escrito con todo el cariño,
aparecieran en camisón, pijama, bata, cuando no albornoz, y pantunflas. Era un
catálogo del desaparecido Sepu en carnes vivas. Defendían el look con
profusión, sin ningún tipo de pudor. Admirable actitud, que reconozco nunca llegué
a entender del todo. Estaba bien que sintieran (y sientan) el barrio como un ente que poseían y en
el que podían hacer y deshacer, pero a mis ojos aquella imagen de legaña y cama
no pegaba en la cola de la fruta o la carne.
Mi barrio no ha cambiado mucho desde aquella tierna
infancia. Ahora puedo pasear por él o encontrarme en alguno de sus rincones y
retrotraerme a la puerta de la catequesis, a la plazoleta donde jugaba con mis
primos, a la tienda de chuches, ya desaparecida, donde me compraba muchos ‘flashes’,
especialmente de limón. ¡Qué ricos! Y el vecindario ha llorado unas cuantas
pérdidas y celebrado bodas, muchas, sin páginas en el ¡Hola! Como la que todos contemplamos hace días desde los
balcones. No puede evitarlo, impulsado por una fuerza suprema, lo dejé todo y me convertí en
espectador ansioso de la salida de la novia de su casa 'de toda la vida'. Los
balcones estaban llenos de miradas cómplices, una música insólita salía, en bucle, de un radiocasete
y los vítores se sucedían. Que si el padre, que si la madre… y por fin ella, la
protagonista, vestida con sus mejores galas y crecida en el lugar que la vio
ser ella misma, esta vez en su mejor versión. Era curioso formar parte de ese
ceremonial, cotilla y entrañable, por partes iguales. Y es que al final eso es
lo bueno de los barrios, empatizarás o no con la gente que los habitan, pero
hay algo que os equipara, que os hace miembros de una fuerza de nombre propio.
He de reconocer que cuando viví en otros lugares, en diferentes épocas, caí
irremediablemente en barrios, pero ninguno tan genuino como el mío.
Cuestionable, absurdo, marginal, pero auténtico. Mío, al fin y al barrio.