Han pasado tres años a velocidad
de crucero. Es difícil asimilar la situación de vida e incertidumbre que nos
arrolló. También recuperarse de ese bofetón confinado que, 'supuestamente', nos
cambiaría para siempre. Las comillas pueden tener más o menos valor. Está claro
que el punto de giro ha sido un hecho, pero ni mucho menos han fructificado las
promesas de un mundo de postal que vendíamos a boca(s) llena(s). Ahora sabemos que
su precio era 'low cost'. No niego que mucha gente haya aprendido lecciones y
cambiado dinámicas para procurarse una situación mejor o menos dañina. Siento
ser pesimista, aunque eso va de serie, cuando cuantifico en mayoría la pérdida
de valores, incluso diría de humanidad. El egoísmo se ha impuesto y no
cuestiono que, en muchos casos, sea por necesidad. Aunque sí siento que el
grueso de yoísmo tiene un componente muy tóxico.
Miro atrás. Mucho. Viajo a la
infancia, tanta inocencia sin corromper. Sumo años y entornos con una sensación
de compartir, de valorar al grupo y entender que uno más uno éramos bastantes
más que siete. Eso ya no pasa. O poco. Incluso en historias supuestamente
paralelas o hermanadas, hoy pesa más el interés que el sentimiento. No es
cuestión de 'venderme', pero quien me conoce aspiro a que haya identificado mi
esencia generosa, la cual quizá haya practicado por encima de mis posibilidades
y con nombres propios muy equivocados.
No reniego de ello, ni mucho
menos. Asumo mi entrega emocional, otra cosa es que pasarse de frenada traiga
consecuencias. Me importan cero coma los juicios, comentarios e ideas que de mí
hayan vertido por esos caminos infectos 'seres de luz'. Sumo verdad, errores,
implicación porque me mueve el buen querer. El mismo que no suele ser destacado
en el currículum ni a efectos prácticos. Supongo que se trate de objetivos
vitales, entraña sin filtros e hilvanes del corazón. Por suerte, tengo mucho que
agradecer a mi matriarcado de costureras. Ellas se encargaron de rematar bien
fuerte el mío. Y si hay un roto o descosido siempre aparece el remiendo que me
hace latir fuerte.
La realidad es la que nos azuza
sin pedir permiso. No por mucho entrenar seremos capaces de escapar a sus
golpes certeros. Y sí, aquí es cuando entran los mantras de sabiduría popular
(o previo pago) que repetimos en bucle para hacernos a la idea de que vivir el 'aquí
y ahora' es mucho más que una pésima canción de Bisbal. La rutina, el (maldito)
estrés, la intensidad que tecleé unas líneas más arriba, los sueños que Disney
nos prometió alcanzables… esa mezcla imposible nos desconecta del momento, de
quienes más queremos y hasta nos convierte en la peor versión de nosotros
mismos. Nos los tenemos que hacer mirar, pero siempre procrastinamos y seguimos
escribiendo un cuento incompleto. Sin título, con un protagonista que no sabe
que la historia no la escriben por él, sino todo lo contrario.