sábado, febrero 21, 2015

Hijo de la tele



De todos mis recuerdos de infancia, la mayoría se sitúan en el salón. Frente al televisor. Devorando concursos, magazines y series. Solo, con mi abuelo o con mis padres. Me maravillaba la cantidad de cosas que pasaban en esa caja grande que irradiaba luz. Y sí, soñaba con colarme y ser uno más entre tanta agitación. En aquellos momentos, en el fulgor del medio, sin tanta presión de audiencias ni anunciantes, se cometían excesos y todo lo contrario, se apostaba por formatos genuinos, singulares y con mucha personalidad. Los rostros de la tele eran amables, inspiradores, cercanos... Para un niño en busca de su propia identidad, con ganas de descubrir, de crear y sonreír la suma de posibilidades era infinita. ¿Resultado? Todo aquello me despertó la pasión comunicativa y la decisión, inflexible, de dedicarme al oficio del entretenimiento. Porque eso era, en realidad, lo que me llenaba. A la mínima ocasión montaba mi show. Concursos de espectáculos en el colegio, galas improvisadas con mis primos, revistas surrealistas impresas en casa, programas de radio grabados en cinta de casete... Lo que fuera, con tal de dar rienda suelta a tantas ideas, referencias, surrealismos. Así que tuve claro qué quería estudiar y dónde acabar microfonado. El tiempo, la suerte y el esfuerzo jugaron a mi favor, llegando a cumplir un sueño muy joven: tener mi propio programa. Dirigirlo y presentarlo. En él, volqué muchos contenidos y gentes interesantes, como mis grandes programas referentes, los de Jesús Hermida. El magazine de toda la vida, con todo y más. Y un tono desenfadado, personal y sincero. Nunca entendí el recurrir a esa distancia entre el habitante de la televisión y sus receptores. Fui feliz, tuve total libertad e hice cosas experimentos televisivos a la escala de nuestras posibilidades. Las circunstancias agotaron demasiado pronto esa etapa, que admito añoraré siempre. Experiencias posteriores e intentos de abrir puertas me demostraron que hay que tener mucho cuajo para hacer de la TV tu vida. Consejos de absurdos con éxito, trepismos supinos, enchufes de instalación dudosa, Explotación (mayúscula pretendida)... Da lo mismo, porque la inocencia y la ingenuidad que me empujaron hacia lo mediático ya se esfumaron.

Mi tristeza es que, a día de hoy, se ha perdido la esencia pura de la televisión. Las cadenas se pelean absurdamente y se empeñan en copiarse. Los profesionales son siempre los mismos, con escasa opción para las nuevas y talentosas generaciones. Ahí es donde reconozco que no encajo, porque mi fe ciega es con un medio insólito, atrevido, capaz de sorprender. Me ocurre, incluso, con la ficción. Antes era más defensor de las producciones nacionales, pero cada día estoy más enganchado a las ideas made in USA ('Jane the Virgin', 'Empire', 'Looking', 'Pretty Little Liars', 'Revenge'...). Y así, por el camino, pierdo mi fascinación por nuestra industria televisiva. Necesitamos una renovación, historias de verdad, menos mediocridad y más atreverse a explorar territorios creativos. En definitiva, con magia. Ahora que nuestras dos grandes cadenas privadas cumplen 25 años, pienso que sus directivos tienen que replantearse sus modelos de parilla. Reivindico las galas petardas, bien hechas, porque la de Antena 3 por su fastuoso aniversario se quedó en nada. Antes se hacían espacios tan peculiares como incomprensibles, he ahí su valor. Viendo 'Ochéntame otra vez' esta semana, me resultó genial recuperar en imágenes aquellos especiales de Eurovisión, con un corrillo de jurado con ilustres. Memorable el que presentó Marta Sánchez, perdida y con regalo de pirulí TVE por su noche de pifias. Pirulí que abandonó en una mudanza, resultando en manos de un eurofan neurótico y protagónico. Ojalá vuelvan esos espacios polisémicos, aunque estoy expectante por la nueva temporada de 'Alaska y Segura'. Espero me inspire un poco (o mucho). Lo necesito.

sábado, febrero 07, 2015

De tal palo



La realidad vuela. Antes quedábamos a viva voz de un día para otro, con total complicidad, y ahora somos esclavos de un aparato que vibra compulsivamente. La evolución nos tiene sometidos a tantas dependencias absurdas, nos condena al materialismo y caemos en esa trampa sin rechistar. Entre los últimos fenómenos ¡un paloooo! se ha colado en nuestras vidas. Unido a otro neologismo masificado, el selfie (la autofoto de toda la vida). Pues bien, con ferocidad este palo extensible ha pasado a ser el complemento de moda, el surrealismo más vendido. La gente sale a la calle con sus frustraciones, sus miserias y su palo de selfies. En ese orden o viceversa. No es más que la copia indiscriminada de una fenómeno viralizado entre los famosos. Las redes sociales han democratizado las ínfulas de celebridad. Cada día vemos cómo muchas personas emulan las maneras de sus ídolos, haciendo de otro nuevo cuño, el postureo, una forma de vida. Encanta visibilizar, airear lo cotidiano, posando con morritos y añadiendo frases de dudosa intensidad. Ahí es donde el palo ha añadido vistosidad, mejorando el resultado final de la foto frontal de careto imprevisible. Palo que se cuela en muchas de ellas, aportando al dueño una dosis de modernidad y poderío. ¿Palocentrismo? ¿Palofilia? Recuerdo que en mi adolescencia te daban el palo, literal, arrebatando un bien preciado o esa paga que ansiabas en gastar. Ahora el palo va incorporado, cual extensión insólita de la necesidad de ser una oveja tendenciosa en el rebaño social. Me preocupa que vamos perdiendo espíritu crítico, asimilamos sin filtro y deshumanizamos esta sociedad. Mucha culpa tiene la penosa estructura educativa, los valores que construyen a nuestros pequeños y los mandamases que aprietan manos, manchadas estas de ego y codicia. Son ellos quien se parapetan en un plasma o en la censura, creando una pésima inercia. Así que la conclusión es que menos palos para fotografiar y más para otorgarnos la oportunidad de tener un contexto mejor.