Hay días en que las palabras se escriben solas. Me ocurre con
la triste despedida a María Teresa Campos. Para quienes amamos la televisión, ella siempre fue un referente, un espejo en el que mirarse. Profesionalmente,
significaba todo para un niño que soñaba con traspasar la pantalla y hablar de
tú a tú con la presentadora. Sí, no oculto que quería ser un ‘chico Campos’ para empaparme de
esa forma de comunicar tan única. No lo conseguí, pero supongo que viendo aquellos
magazines (mi formato favorito) durante horas y horas aprendí algo sobre un trabajo totalmente
vocacional. Como en su caso. Aunque tuvo que estudiar Filosofía y Letras por
limitaciones geográficas y familiares, se sentía periodista. Y por derecho lo
fue. De la radio a la tele, rompiendo moldes. En ese camino consiguió ser icono,
ejerciendo de ella misma.
Hizo de los platós una casa abierta, dinámica, plural, tan informativa como entretenida. No escondió el carácter ni esas dosis de ego, siempre subida a unos vertiginosos zapatos. Madraza excesiva y de exclusivas, logrando que el personaje no dinamitara a la profesional. Obsesiva con el dato (de audiencia) hasta el final. Dicen que ha escrito el suyo con pena, porque no había un programa que llevara su nombre. El último y muy comentado/criticado sí que llevaba su apellido plural, al compartir la irrealidad del ‘día a día’ junto a sus hijas. Seguramente no fue digno de una carrera de éxitos y retos intachables. Ahora ese ‘reality’, al que se negaba llamar así, ya forma parte del pasado (televisivo) pisado. Y en la memoria colectiva siempre quedará la Teresa arrolladora, coronando como nadie nuestras vidas.
Descanse en paz.