viernes, julio 18, 2014

Adiós, monstruo



Una lágrima marcó su fin. Densa, resumen de tanto dolor. La despedida resultó tan inesperada como el impulso amoroso que conectó aquellos polos opuestos. Ella se había convertido en una descreída de las relaciones. Cansada de promesas, buenas palabras y ejercicios inauditos de don juanes de pacotilla. Él supuso una bocanada de aire fresco, con su altanería y esa sonrisa de encantador de serpientes. Enseguida supo entretejer cada latido de arrastrada enamorada. Y llegado ese punto desplegó todas sus argucias de malo sin película. La primera bofetada consintió en anécdota. No tardaría en acostumbrarse a los golpes y los insultos. Revulsivos dolorosos en ausencia de te quieros. Su corazón se deshacía por momentos, pero era incapaz de huir. Se temía, ya no podía respirar sin sus bocanadas violentas. Callaba, obedecía y él machacaba su verdad. Se aprovechaba de esa dependencia nefasta. Eran dos caras de distinta moneda, ahogados en una suma imperfecta. Perdió toda su esencia, se desdibujó por obra y desgracia de su monstruo. Los pocos momentos que fantaseaba con otra vida, un amor sin denuncias, un felices para siempre, el contexto tornaba en infierno.

Era un día cualquiera, como todos para su martirio. Enlutada a sus treinta y pocos, confinada en los escasos metros cuadrados de su cocina. Su dueño llegó, siguiendo el guión de cada día, con unas copas de más y unas formas de menos. La empotró contra la pared y forzó el piel con piel. No tardaría en finiquitar su salvaje clímax. El hambre carnal despertó la fobia de ella. Hastiada de ser su juguete roto, desprendida de cualquier placer. Una vez servida su otra comida, emplatada a su gusto, prosiguió con su ritual de insufrible hombre de la casa. Una siesta separaba por un tiempo sus dos realidades. Sueño y nada. Aún aterida por su voracidad sufrió una reacción mecánica. Abrió un cajón, sacó un cuchillo y corrió hacia él. Una tras otra, cada puñalada era una respuesta, una deuda emocional pendiente. Como un cerdo, lo que era, él reaccionó entre sacudidas hasta que anuló la vida de quien hizo lo propio con ella. La sangre corría a su antojo a lo largo del sofá en el que estaba sentado. Pero en estado de shock se limitó a lavarse las manos en el fregadero, buscar una bolsa de la compra y envolver el arma blanca. Salió de casa con lo puesto. Lo tiró en la basura y fue a entregarse. De camino lloró, fue en ese preciso momento. Un fin que llegó demasiado lejos. Demasiado tarde.  

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