domingo, septiembre 21, 2014

Él no



Juan creció enfadado con el mundo. Desde bien pequeño, se familiarizó con las lágrimas. Con las despedidas y las bofetadas de realidad. Sus padres querían que relativizara el dolor y apostaron por una educación católica. Pero él siempre se mostró reticente y descreído. ¿Cómo alguien todopoderoso permitía que su pequeño primo Ernesto muriera con sólo cinco años? O la señora Teresa, vecina del quinto izquierda, la mujer más sana que conoció nunca y que, por sorpresa, falleció aquel verano. Dicen que de un infarto. La muerte despertaba su ira, pero también aumentaba sus miedos. "Moriré joven, por rebelde", repetía una y otra vez. Pero en su mirada se agazapaba una sensación de desazón evidente. Recuerdo que cada mañana se afanaba en mirar las necrológicas para comprobar quién causaba baja de su entorno. Siempre me pareció muy macabro, pero con los años entendí que era una liturgia muy personal que mantenía despierta su conexión social. Día sí y día también, se recreaba imaginando las causas y maldiciendo a la mortalidad supina. Yo me escapaba de su lado, pero él me buscaba para ponerme al día de la actualidad funeraria. Por respeto escuchaba y callaba, porque a mí me daba más vértigo pensar en el final. En la despedida. Sobre todo, en la suya. ¿Qué sería de mi vida sin él? Los hijos tenían sus vidas y las nuestras eran una suma de rutinas que hacían cayo.

Los primeros olvidos los solventó con su gracia. "¿Juan y el pan?". Y me tocaba a mi bajar a por la barra sin sal que le había impuesto el médico. Me llamó la atención el primer día que tampoco compró el periódico, su bien más preciado. "¿Qué te pasa, Juan?". Farfullaba cualquier cosa y yo seguía como si nada. Se lo comenté a mi hija María, que aunque es profesora de niños siempre quiso estudiar Medicina. "Son cosas normales a vuestra edad", me decía. Pero mi Juan otra cosa no, pero cabeza siempre tuvo. Hablar con él no era una opción, porque no atendía a razones. Tanto genio me enamoró de él, pero reconozco que muchas veces me he merecido un premio a la paciencia. El caso es que un día, aprovechando que tenía cita en el médico para las recetas de mis medicinas de la tensión se lo comenté al bueno del Doctor Arteaga. Media vida ha cuidado de nosotros y con solo mirarnos sabe qué nos pasa. Le hablé de los despistes de Juan y me previno de algo que yo misma no había querido pensar. "María Ángeles, no quiero que te asustes pero podría ser Alzheimer". Una lágrima brotó sola y descarada. La primera de tantas. Había oído hablar de ello en la televisión, que si un político catalán lo tiene, que si cada día gente más joven lo sufre... Pero no quería hacerme a la idea de mi Juan. Él no.

Pues sí, los recuerdos se fueron de poco a poco para no volver. No podía alejarme ni un minuto de su lado porque me temía lo peor. Mis hijos han hecho lo posible por ayudarme, pero me toca a mi ser su compañera de viaje. Como siempre quise. Me da pena que ya haya olvidado mi nombre. Que me mire y sienta su extrañeza. Lloro en silencio, él lo hace en voz alta y al segundo ríe a carcajadas. Es muy duro. Es mi vida. La suya. La nuestra. Y sí, ahora soy yo quien lee, para él, a diario las esquelas. Me duele reconocerlo, pero fantaseo con el día en que sea la suya la que esté ahí frente a mis ojos. No quiero que sufra más. No es justo, como el dijo siempre, que la vida nos ponga en esta situación. Te quiero Juan, aunque tú ya no me lo digas.

21 de Septiembre /// Día Mundial del Alzheimer. 
Con todo mi cariño para los enfermos y familiares.
El corazón no olvida.

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