domingo, octubre 04, 2015

El Banquín



Si el lugar de todos pasa por la ansiada felicidad, el suyo se reduce a un banco. Sin banqueros, sólo con listones de madera. Tan astillados por el paso del tiempo como ellos. En un barrio cualquiera, frente a unos vecinos cualesquiera, su rutina pasa por habitar ese microcosmos de confidencias en voz baja, entre cameos de extraños y chascarrillos del entonces compartido. El mismo que les pasó por encima, por tomar malas decisiones y meterse en un círculo peligroso. Aquello no eran malas compañías, eran decisiones inocentes sin cálculo de daños finales. Los que escribieron muchos que hoy contemplan el banco desde su infierno no terrenal. Los yonquis de la realidad ningunean a estos otros, convertidos en zombies por la gracia de sus excesos. Familias rotas, silencios incómodos, miedos sin resolver… Sus historias no se cuentan, porque pasaron las páginas demasiado rápido y nos cuesta acercarnos sin prejuicios a su universo. Miramos con desdén su cotidianeidad, esa en la que el tiempo no importa. Sin sobresaltos ni opas hostiles. Siempre ahí, impertérritos, cual funcionarios de sus pésimas elecciones.

En su cárcel de extrarradio las marujas cuelgan las coladas, comparten el último cotilleo y la oferta del súper, otras compran el pan embatadas y con zapatillas de andar por casa. Los Manolos de turno se toman sus blanquines, entre bravuconadas varias. Estudiantes hiperbólicos aporrean sus teléfonos y dan patadas al diccionario. Autobuses siguen su ruta a destiempo, con el hastío de pasajeros. Algún perro se acerca, sí, recibiendo el grito ipso facto de sus dueños, con alergia a su verdad. Nadie se preocupa por lo que ellos sienten. Ni los comerciales de verborrea infinita gastan un ápice de energía en venderles el último pseudo-chollo. ¿Cuántos son? ¿Cómo viven? ¿Llegarán a casa y contarán su día en ‘el banquín’? O será al revés, justo en él se desahogan y son ellos mismos. No les importa sus ropas, nada saben de las deportivas último modelo, del coche que causa furor en el mercado, ni tampoco de móviles del más es más. Encuentran en plena calle, ajenos a todo, su mejor versión. Porque es precisamente allí, donde todas esas personas perdidas se encuentran. Un saludo cabeceado basta, una mirada compartida, melancólica y de dolor une más que un grupo de WhatsApp. Construyendo una amistad a sorbos, chutes o caladas, pero haciendo que su historia, tan denostada por el mundo real, sea menos triste en su contexto irreal. Y, quién sabe, quizás, ellos sí sean felices. 

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