viernes, septiembre 30, 2016

Barrio



Siempre creí en los contextos. De hecho, creo que me persiguen desde pequeño. Para bien y para mal, no siempre en equilibrio perfecto. Pero, sin duda, ha sido el criarme en un barrio de periferia, gente obrera, drogas y desvaríos varios siempre imprime carácter. Que mi colegio estuviera en el centro de la ciudad y que mis modos tuvieran poco que ver con la mayoría de vecinos que podía contemplar desde mi visión bajita, me hizo crear un total desapego a mis orígenes. Una distancia que he mantenido con el paso de los años, asistiendo incrédulo a muchas de las escenas cotidianas que se suceden en los bloques de viviendas de ladrillo caravista. Con el bar y el ultramarinos como epicentros de la vida en comunidad, fue llegar la droguería y sus novedades en ropa interior y crearse una burbuja consumidora. Mi madre tuvo antes su pequeño negocio tal cual, pero aquella aventura emprendedora no duró mucho. Era un chavalín cuando jugaba en casa a ser Amancio Ortega, con tiendas, colecciones y escaparates propios, entonces tuve oportunidad de convertirme en asistente de dependiente de la tienda referencia de la barriada. Con nombre de mujer, tan rotundo y simbólico como ella misma. Hoy propiedad de asiáticos nonstop. Allí me entregué al kilo y medio, a las bolsas llenas y los corazones vacíos. Y es que la clientela no se cortaba en contar sus penas, hacer terapia o, directamente, criticar a cualquier otra, con tal de desahogarse. Yo me lo pasaba pipa, la verdad. Lo que más gracia me hacía es que las marus, más marus, dicho y escrito con todo el cariño, aparecieran en camisón, pijama, bata, cuando no albornoz, y pantunflas. Era un catálogo del desaparecido Sepu en carnes vivas. Defendían el look con profusión, sin ningún tipo de pudor. Admirable actitud, que reconozco nunca llegué a entender del todo. Estaba bien que sintieran (y sientan) el barrio como un ente que poseían y en el que podían hacer y deshacer, pero a mis ojos aquella imagen de legaña y cama no pegaba en la cola de la fruta o la carne.

Mi barrio no ha cambiado mucho desde aquella tierna infancia. Ahora puedo pasear por él o encontrarme en alguno de sus rincones y retrotraerme a la puerta de la catequesis, a la plazoleta donde jugaba con mis primos, a la tienda de chuches, ya desaparecida, donde me compraba muchos ‘flashes’, especialmente de limón. ¡Qué ricos! Y el vecindario ha llorado unas cuantas pérdidas y celebrado bodas, muchas, sin páginas en el ¡Hola! Como la que todos contemplamos hace días desde los balcones. No puede evitarlo, impulsado por una fuerza suprema, lo dejé todo y me convertí en espectador ansioso de la salida de la novia de su casa 'de toda la vida'. Los balcones estaban llenos de miradas cómplices, una música insólita salía, en bucle, de un radiocasete y los vítores se sucedían. Que si el padre, que si la madre… y por fin ella, la protagonista, vestida con sus mejores galas y crecida en el lugar que la vio ser ella misma, esta vez en su mejor versión. Era curioso formar parte de ese ceremonial, cotilla y entrañable, por partes iguales. Y es que al final eso es lo bueno de los barrios, empatizarás o no con la gente que los habitan, pero hay algo que os equipara, que os hace miembros de una fuerza de nombre propio. He de reconocer que cuando viví en otros lugares, en diferentes épocas, caí irremediablemente en barrios, pero ninguno tan genuino como el mío. Cuestionable, absurdo, marginal, pero auténtico. Mío, al fin y al barrio. 

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