miércoles, agosto 06, 2014

Salud



El latido de la ciudad va por horas. Sus habitantes, también. Hay quien de buena y primerísima mañana sale de casa a poner las calles. Entre ellos se conocen. Apenas cruzan miradas. Han asimilado cada ruido, cada rutina y ya poco rompe su esquema de días. Hoy me he sumado a su cruzada de realidad. He saltado de la cama y, de pronto, me he visto perdido en su universo. Absorto, imbuido del paisanaje particular, he decidido sentarme en un banco. Solo. Cerrar los ojos y dejarme llevar por los sonidos del despertar a un miércoles cualquiera. Subidas y bajadas de sonoridad como estados de ánimo imperfectos han sacudido mis entrañas. Cuando recobré la visión, algo cegado por el ejercicio de abstracción, me di cuenta de que no era el único practicando el ejercicio zen. A mi derecha, una mujer rondando los setenta, peinado semanal de peluquería, vestido dos piezas en flor, sandalias cómodas y joyas de amor a cuestas practicaba la meditación mañanera. O eso interpreté. Siempre he fantaseado con las historias ajenas. Pero la suya estaba servida en bandeja. Sólo me faltaba llegar a su monólogo interior. Que lo había. Entre inquieta y placentera, dejó pasar los minutos. Hasta que me di cuenta que verbalizaba entre dientes un mantra, rezo o palabrerío sentido. Al tiempo, acariciaba y daba vueltas a una alianza. Mucho más que un símbolo. Una conexión con su querer lejano, pensé. Qué emoción. La suya y la mía, por asistir a ese ritual tan auténtico. Quedan esperanzas para los descreídos de la cosa latida. En ese momento mi vecina anónima se levantó decidida. Había marcado su punto y seguido. Con destino ¿feliz? Sus pasos se encaminaron hacia el hospital que se levantaba a escasos metros. Sería su miedo, sería su talismán, pero era ella la protagonista de su propia historia. A su Salud lo comparto. Ojalá haya recibido buenas noticias.   
  

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