Las redes sociales tienen muchas
cosas buenas, pero otras que nos deben cuestionarnos su uso. La deshumanización
nos ha llevado a normalizar prácticas o palabras que no debieran tener cabida
en nuestra realidad. Está claro que la barbarie ha de combatirse con
determinación y firmeza, pero ciertas manifestaciones tan violentas y gratuitas
no son el mejor modo de actuar como acusación espontánea. Se vomitan muchas
opiniones que suelen estar vacías de contenido y conocimientos previos. El
mundo de las fobias es muy peligroso, porque se extiende cual mancha de aceite
con unos efectos aún incalculables. Tendentes a la generalización, caemos en
errores que implican limitación de miras. Está muy bien dar rienda suelta a la
libertad de expresión, siempre que no suponga un ejercicio de desparrame
importante. Aquí es donde las redes han dado un espacio de carta blanca para
despacharse con las noticias de turno o el personaje carne de titular. Que las
fuerzas de seguridad tuvieran que pedir contención en el reenvío de imágenes
sangrientas a los propios ciudadanos y, cómo no, a determinados medios de
comunicación es una muestra de esa manga ancha que nada filtra. Era tremendo
que ante el estupor generalizado algunos tuvieran más ansiedad por compartir en
bucle que pararse un segundo a pensar en las consecuencias de semejante
fatalidad. Algo hacemos mal si olvidamos el trasfondo de un suceso horrible
como el de Barcelona y lo convertimos en un material viral. Está claro que las
nuevas tecnologías han modificado los usos sociales de la información, pero
también habría que puntualizar sus abusos. Que en el momento del atentado
hubiera gente más pendiente de grabar vídeos que de prestar ayuda o mantenerse
fuera de peligro dice mucho de esta corriente cuestionable.
Cambiando de asunto y lamentando
que el terrorismo consiga golpear a su antojo nuestras vidas, ha saltado la
noticia del uso machista o no de una imagen por parte del perfil social de
Turismo en Cantabria. El origen fue la imagen de una joven con título de ‘influencer’ disfrutando de una de
nuestras playas. Eso sí, en un sugerente bikini, como tantos que habitan las
cuentas de esta comunidad de muchachas venidas a más no siempre con oficio,
pero sí beneficio. El equipo de community managers o alguno de ellos por dar
valor a ese contenido decidió emplear la imagen citando a su autora. Una
práctica constante en Instagram o Twitter para generar más impacto. Y vaya si
lo ha hecho. Hasta un partido político ha cargado las tintas contra esa ‘estrategia’
y ha provocado que eliminaran la fotografía. En mi opinión, no creo que hubiera
una intención de explotar la parte de ‘mujer objeto’, sino de líder de opinión,
con tropecientos mil fans que siguen a la susodicha. Es cierto que hay malos
usos de la Publicidad, que aún tenemos que lamentar campañas estereotipadas,
mensajes rancios e imágenes bochornosas, pero hay que saber diferenciar. Que
unos medios sociales de carácter público empleen un icono sexy igual no es la
campaña más adecuada para una tierra infinita, pero de ahí a poner el grito en
el cielo. Para mí el auténtico asombro viene de aupar a personas en personajes,
con méritos que suelen resultar dudosos. Convirtiendo sus días en una profesión
rentable. Auspiciar públicamente fenómenos así me resulta injustificado. Ya me despaché a
gusto en el post anterior, dedicado a Dulceida. Si tengo que reiterarme lo haré
porque no entiendo la necesidad de repetir roles prefabricados y aspirar al más
de lo mismo. El fenómeno flamenco gigante en la piscina es el mejor ejemplo. Se
crean unas necesidades a través de la retahíla de Internet que niegan el juicio
crítico y terminan en clonaciones patéticas. Más personalidad y menos cromos
repetidos, por mucho que los haya impuesto tal o cual reina de los ‘megustas’. Disfrutemos
de lo bueno de vivir enredados, sin caer en sus abismos peligrosos. Sin olvidar
el valor de las distancias cortas, porque estamos perdiendo la cultura de piel
con piel o del diálogo de mirada sostenida y eso asusta.
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