sábado, mayo 10, 2008

Crudeza DonJuanista

Cuando las butacas son testigos silentes junto a la mirada atónita del espectador significa que el montaje resultante es más que efectista. Que los textos vivenciados en actores de quita y pón, más o menos estrellados, suponen la frescura del teatro y esa naturaleza humana que transita entre la ficción y la realidad. En una conexión ineludible que nos hace confiar en las bondades de los espectáculos como refugio escapitas de las maldades de las cercanías grotescas. Sorprendente es que en una obra se dé la miscelánea gentíl, en edades, sensibilidades e ideologías. Todo un fenómeno que sí ocurrió esta noche en el 'Don Juan Tenorio' que reconcilió a las gentes de este siglo con el Zorrilla menos despectivo y de alto coste.

El texto de todos -o casi- conocido, ha sido llevado a una nueva dimensión, más trágica, tenebrosa, intensa, emocional, oscurantista, ácida y grandilocuente. Todo con una cuidada escenografía que hizo del minimalismo su virtud. Con un elenco mayúsculo, de los que carecen de egos desmedidos y sí de talentos por las nubes -con o sin lluvia-. Destaca la presencia del popular cómico Fernando Gil, un actor con la H de su ex-jefa Eva tatuada en la frente de primeras, pero que se diluye ante su capacidad dramática y de verdad. No así el padre de la fea más catódica, que se queda corto de voz y de presencia escénica. Junto a ellos una pléyade de secundarios en su justo lugar, con buenas réplicas y dinamismo interpretativo. Un cocktail de lujo sobre las tablas.

Curioso que se me acumulan las reflexiones amorosas, que no erótico-festivas, en estos días de soledades mal entendidas y aguaceros imposibles. Qué decir de Don Juan, clonado en nuestros álbumes de los horrores amorosos, en los bailes de fin de curso, en los veraneos de latidos exprés, en las noches bajo los neones, en las oscuridades en busca de luz, en los sueños de un futuro a dos... Son tantos, con tantas caras, caretas o jetas, que se hace imposible cuantificar su existencia. Puede que uno, el Tenorio, por su altanería y esa socarronería intermitente, con miedos anclados pero bien tapados, llegara para quedarse hasta los restos... Pero ahí entra la fuerza de voluntad de cada cual de echar el resto y despegar de nuestra emotividad romanticona esos personajes de dolor incorporado. Como una promoción de centro comercial, pero sin más regalo que el propio patetismo del amor que no lo es. O que siéndolo se niega y llega tarde para una recuperación catatónica.

Qué grande es el teatro. El de nuestras vidas y el de los escenarios, con las identidades en duda, con la magia por clasificar y los sueños por recolocar.

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